Reflexionando sobre el divorcio de la idoneidad y la política
Por Lisandro Prieto Femenía
“El incompetente siempre se presenta a sí mismo como experto,
el cruel como piadoso,
el pecador como santurrón,
el usurero como benefactor,
el mezquino como patriota,
el arrogante como humilde,
el vulgar como elegante
y el bobalicón como intelectual”.
Carlos Ruiz Zafón
“El primer acto de corrupción es aceptar un cargo público para el que no se está preparado” es un refrán muy citado en redes sociales y medios gráficos, inexplicablemente valorado de manera virtual pero intencionalmente olvidado en el plano de lo fáctico y real. Hoy intentaremos reflexionar en torno al total divorcio, a nivel global, producido entre el oficio del político y la virtud de la idoneidad, entendiendo a la misma como la cualidad de “adecuado” o “apropiado” que se le otorga a una persona por su quehacer en el marco de una tarea muy concreta. En algún sentido, todos somos idóneos para algo, o al menos pretendemos serlo, pero es indudable que no lo somos para todo lo que se nos proponga. Pero cuando se trata de la función pública, la cosa se complica: queda en nuestras manos la decisión de modificar, mejorar, empeorar o entorpecer la vida de otros bajo nuestra responsabilidad (o irresponsabilidad).
Jamás en mi vida me hubiese imaginado que un personaje del reality “Gran Hermano” pudiera ser capaz de despertar en mí un ápice de pensamiento, sin embargo, aquí estamos. Resulta que en una entrevista televisiva en un programa de periodismo político se le pregunta a un “ex-integrante” de la casa por una supuesta convocatoria por parte de partidos políticos para que represente a algún distrito en las próximas elecciones. Acostumbrados a ver vedettes, payasos, ex humoristas, cantantes, ex deportistas, etcétera sentados en los escaños del Honorable Senado de la Nación, muchos hubieran naturalizado, e incluso, abrazado la idea incluso de votar al personaje de no ser por su majestuosa respuesta: “Imposible, no soy idóneo para realizar labores políticas”, respondió con un grado de honestidad que me dejó perplejo.
Pues bien, resulta que para ser presidente, diputado, senador, gobernador, ministro, secretario o subsecretario de gobierno, intendente, concejal, nada de lo que acabo de mencionar en el párrafo precedente tiene sentido alguno. Y no, porque evidentemente la política como actividad, como oficio, como arte, dejó de ser un trabajo calificado para quienes tengan el interés y la preparación correspondiente, para convertirse en un concurso de popularidad mediática medida permanentemente mediante encuestas carísimas realizadas por consultoras de dudosa procedencia. Lo importante, lo esencial, son likes, seguidores, views y millones de comentarios inútiles que nadie lee como capital simbólico fundamental para posicionarse como potencial elegible representante del pueblo.
Dicho ésto, es preciso señalar que tampoco se puede exigir a un representante del pueblo rasgos divinamente distintivos y loables que no están presentes en la sociedad que pretende representar (en nosotros mismos). Hasta donde sabemos, los representantes políticos no son importados de otro planeta ni nacen de un repollo: en muchísimos casos, son un reflejo a grandes rasgos de la comunidad que los puso en ese lugar. Así que, pues, a no lavarnos las manos: no es posible exigir ética y moralidad intachable y estricto cumplimiento de la legalidad al mismo tiempo que se nos hizo costumbre evadir impuestos, cruzar el semáforo en rojo, arrojar basura en cualquier parte, etcétera. Si, de alguna manera notamos que la vara está demasiado baja, es porque tal vez nosotros estamos tomando mal las medidas en nuestro accionar cotidiano. Con ello no pretendemos de manera alguna justificar las salvajadas y atrocidades que dos o tres impresentables toman en nuestro nombre, pero nunca perdamos de vista nuestro rol en cuanto agentes activos de una sociedad que nos pide a gritos participación real y concreta que exceda nuestra capacidad de ser opinadores seriales en redes sociales.
Consecuentemente, es necesario que reflexionemos sobre este asunto, puesto que las denuncias que proferimos permanentemente hacia los políticos de egocentrismo, disociación de la realidad, falta de compromiso y accionar ante problemas acuciantes que requieren de urgente tratamiento y de seriedad en el desarrollo de las gestiones pertinentes para apuntar a un “bien común”, si bien son lícitas y necesarias, caen en saco roto si nosotros mismos nos comportamos como egocéntricos, disociados, individualistas y superfluos: quien firma las Resoluciones y toma las decisiones llegó allí cierta anuencia nuestra, a pesar de haberlo olvidado al día uno de su gestión, y fuimos y somos (y espero que no sigamos siendo) nosotros quienes hemos decidido ser representados durante décadas por ese paradigma de funcionario. No se confundan, él no es “un otro distinto a mí, con más poder”, es un “igual a mí, con poder”.
La idoneidad como criterio para ocupar cargos públicos ha sido convenientemente olvidada, lo que ha provocado serias distorsiones en la interpretación de los ciudadanos acerca del rol estatal, el cual, al estar comandado por dirigentes no aptos para su función, han entorpecido permanentemente los procesos burocráticos y administrativos aniquilando así cualquier posibilidad de eficiencia para solucionar problemas concretos y reales por los que atraviesa una comunidad. En su lugar, la idoneidad ha sido reemplazada por la popularidad, el carisma mediático, el amiguismo, compadrazgo y a un sistema naturalizado de pago de favores. Tan perjudicial ha sido el precitado “olvido” que hemos llegado al punto de presenciar daños sobre el estado de derecho, la estabilidad económica y el orden judicial, acompañados por un perjuicio colosal al patrimonio común estatal como de los individuos, provocados por una negligencia intencionada, fruto de la tan promocionada inexperiencia bajo el clamor de la gran falacia de poder contar con “sangre joven” o con perfiles “no contaminados” con la trayectoria política.
Cuando es necesario que asistamos a un quirófano para ser intervenidos en el marco del intento de cura de alguna patología, esperamos que quien ejecute el procedimiento sea un médico matriculado, cirujano, especializado en el área correspondiente. De la misma manera esperamos que quien tenga la enorme responsabilidad de enseñarle a leer y escribir a nuestros hijos sea un docente bien formado que tenga las herramientas necesarias para educar correctamente y que sepa, mínimamente, leer y escribir. Ahora bien, resulta que para ser funcionario público sólo basta ser “conocido por”, ser “hijo de”, “sobrino de”, “amigo de”, “pareja de”, haber tenido un perfil excesivamente nulo en cuanto a la participación política activa a la par de contar con algún grado de popularidad atravesada por una corrección política marcada por la agenda de moda del momento. En definitiva, si prestamos atención a lo expresado previamente, podemos concluir que en nuestros días, generalmente, no siempre, ocupar un cargo político es más asimilable a ganarse la lotería en cuotas que a ejercer una función para lo cual se debe estar preparado.
Mientras que el refrán popular socrático sostenía “sólo sé que no sé nada”, para dar una clara noción de la honestidad que conlleva la búsqueda de la sabiduría y lo perjudicial que resulta la pedantería y la insensatez de la ignorancia atrevida, nos encontramos en un punto en el cual pareciera ser que a menos se sabe, más se puede opinar. Las consecuencias de ello nos posiciona en un mundo en el cual los sensatos deben callar para no ofender a la legión de idiotas, como los nominaba el maestro Umberto Eco, generando así un sistema democrático degenerado en el cual el conocimiento cabal de las cosas pasa a ser no sólo algo accesorio, sino también se torna peligroso en tanto que estorbo para el sistema generalizado de comunicación vaciada de sentido.
En esa línea, el gran Ludwig Wittgenstein nos legó un consejo, totalmente ignorado adrede: “sobre lo que no sabemos, mejor callar”. Cuando emitimos juicios sobre asuntos que desconocemos en profundidad es casi seguro que nos vamos a equivocar, o vamos a desinformar, generando así un daño al cual no se le presta mucho reparo: una bola de nieve de expresiones y juicios carentes de veracidad que terminan repercutiendo en decisiones gubernamentales y civiles que pueden destrozar la calidad de vida de las personas (o la vida misma, en algunos casos puntuales).
La invitación siempre está sobre la mesa: practiquemos la idoneidad como estilo de vida, limitemonos a hablar sobre aquello para lo que estamos preparados, lo que sabemos, busquemos tener la madurez que se requiere para reconocer lo que conocemos y lo que desconocemos, mediante la admisión honesta de nuestra ignorancia o incapacidad, que no tiene absolutamente nada de humillante, puesto que es simplemente asumir que, sobre ciertas cosas, no estamos en condiciones de emitir opinión, y mucho menos de ejecutar acción alguna.