OpiniónSociedad

Ni el casco de “prensa” se salva

Por Lisandro Prieto Femenía

“La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir” – Arturo Pérez-Reverte

El reporte de la muerte de Anas al-Sharif y otros periodistas de la cadena Al Jazeera en un bombardeo israelí en Gaza en agosto de 2025 no es un suceso noticioso amarillo, sino un evento que actúa como catalizador de una profunda reflexión filosófica. El ataque, que tuvo como objetivo una carpa de prensa ubicada cerca del hospital de al-Shifa, fue inmediatamente condenado por organismos internacionales como la ONU y el gobierno de España, entre otros. Estas condenas calificaron el acto como una “grave violación del derecho internacional humanitario”. La rápida reacción de estos actores globales subraya la seriedad con la que se perciben los ataques a la prensa en las zonas de conflicto, reconociendo el papel esencial del periodismo para el derecho a la información y la libertad de expresión, incluso en las circunstancias más peligrosas.

Sin embargo, el relato de los hechos se complica con la contra-narrativa proporcionada por Israel. En lugar de negar la autoría del ataque, Israel lo “confirmó” pero, al mismo tiempo, afirmó que el periodista precitado era un “terrorista que se hacía pasar por periodista”. Esta declaración crea una dicotomía que trasciende el desacuerdo factual, abriendo un abismo de preguntas filosóficas. La inaccesibilidad de algunas fuentes periodísticas clave es, en sí misma, un síntoma de la opacidad y la dificultad de verificar la verdad en estos conflictos, donde la información se convierte en un frente más de batalla. La pregunta que nos hacemos aquí es fundamental: ¿cómo se puede justificar moralmente un acto de violencia letal cuando las narrativas sobre la identidad y el estatus de la víctima son irreconciliables?

La dicotomía de narrativas sobre el ataque no constituye un simple desacuerdo sobre los hechos, sino que se trata de una deliberada estrategia de guerra. La violencia dirigida a los periodistas y la subsiguiente justificación que los tacha de terroristas no es un acto aislado, sino un método coordinado para controlar la narrativa y deslegitimar a cualquier testigo posible. No sólo se busca la eliminación física del reportero, sino también la desacreditación de cualquier evidencia que pudiera haber recopilado. Al confirmar el ataque pero descalificar moralmente a la víctima, Israel busca anular la protección que el derecho internacional humanitario otorga a los periodistas. La implicación de esta acción es profunda porque si la condición de “periodista” puede ser borrada por la declaración de un bando beligerante, el valor de su testimonio se desvanece. La guerra moderna se libra no sólo con armamento, sino con la capacidad de redefinir la realidad misma, apuntando directamente a la figura del testigo ocular. Así, el asesinato de periodistas se convierte en un ataque a la objetividad y a la posibilidad de que no existe una verdad compartida fuera del control de los actores que lideran el conflicto.

Para comprender la compleja red de dilemas morales y legales que envuelven la muerte de periodistas en un contexto bélico, es indispensable recurrir a la “Teoría de la guerra justa”, un marco filosófico que ha guiado la reflexión sobre los conflictos armados desde la antigüedad. Esta teoría se divide en dos partes principales: el Ius ad bellum, que borda la moralidad de ir a la guerra, y el Ius in bello, que se centra en la moralidad de la conducta una vez que la guerra ha comenzado. En el caso específico del ataque a la prensa en Gaza, la atención se dirige al ius in bello, que exige que todos los combatientes, sin importar la justicia de su causa, respeten ciertas reglas básicas de conducta.

Uno de los pilares más importantes del ius in bello es el “principio de discriminación”, el cual dicta que los ataques deben dirigirse exclusivamente contra combatientes legítimos, protegiendo a la población civil y a aquellos que no participan directamente en las hostilidades. Filosóficamente, la justificación moral para matar en una guerra se basa en que los objetivos legítimos han perdido su “derecho” a “no ser atacados militarmente”, es decir, que son “moralmente susceptibles” de un ataque letal. Por el contrario, el simple hecho de que una persona sea un no-combatiente es suficiente para que no pueda ser moralmente atacada. Pues bien, los periodistas, en su calidad de civiles, están explícitamente protegidos bajo este marco, siempre que no participen en las hostilidades. El ataque que mató a seis periodistas de Al Jazeera en una carpa de guerra, un objetivo no militar, ilustra la aplicación directa de este principio.

Como dijimos recientemente, la justificación israelí de que Anas al-Sharif era un “terrorista”, es un intento de anular su estatus de no combatiente y, por lo tanto, fundamentar su “susceptibilidad moral” a ser atacado. Al re-etiquetar a un civil como combatiente, una de las partes beligerantes intenta legitimar su acto de violencia a posteriori. Esta acción revela una profunda vulnerabilidad del derecho internacional humanitario: su dependencia de una interpretación compartida de la realidad y del estatus de las víctimas. Si la definición de “no combatiente” puede ser anulada por una declaración unilateral de un bando, el principio de discriminación deja de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio discrecional, vaciando de su significado a toda la estructura del derecho humanitario.

Este perverso proceso de re-etiquetación expone la fricción inherente entre la teoría de la guerra justa y su aplicación práctica. La vida en el campo de batalla, dominada por el caos y el instinto de supervivencia, a menudo empuja a los soldados a desconectar su sistema de creencia moral en favor de la victoria. El ejército confía en el juicio moral de sus líderes en el campo de batalla, un juicio que puede llevar a dejar de lado bastantes asuntos morales fundamentales.

Además del principio de discriminación, el ius in bello también se rige por el “principio de proporcionalidad”, que prohíbe los ataques cuyos daños colaterales a civiles sean excesivos en relación con la ventaja militar directa y concreta esperada. En este caso, la justificación militar del ataque a una carpa de prensa, que resultó en la muerte de múltiples civiles protegidos, es cuestionable. El acto no sólo parece gallar en la discriminación, sino que también parece inherentemente desproporcionado. Surge, entonces, la pregunta filosófica: ¿qué valor tiene un objetivo militar (si es que existía alguno) frente a la aniquilación de la verdad en el campo de batalla?

Al respecto, es interesante acudir a la opinión del escritor y ex corresponsal de guerra Arturo Pérez-Reverte, quien expresó su postura sobre el conflicto en Gaza, añadiendo asimismo una capa de complejidad a esta delicada discusión. Pérez-Reverte, que anteriormente se consideraba “proisraelí”, afirmó que la respuesta de Israel al ataque de Hamás había llegado a “extremos tan bárbaros” que ya no podría considerarse un simple “daño colateral”. En su opinión, lo que está sucediendo es un “asesinato” y, por lo tanto, Israel es un “Estado que está asesinando a una población”. Esta fuerte condena moral, proveniente de alguien con experiencia en conflictos y una postura previa de apoyo a la aspiración democrática de Israel, nos muestra cómo el concepto de lo que es un ataque “justificable” en la guerra puede mutar a los ojos de los observadores a medida que la brutalidad del conflicto alcanza nuevos niveles.

Es momento, entonces, de hablar de la ética de la información en el campo de batalla. El periodismo en zonas de guerra, lejos de ser un mero oficio, es una vocación que se adhiere a un conjunto de principios éticos rigurosos. La ética periodística en la guerra exige que los reporteros busquen la verdad, mantengan la neutralidad y la objetividad, y eviten causar daño alguno. El derecho internacional reconoce esta labor y otorga a los reporteros el estatus de civiles protegidos, siempre que no tomen parte activa en las hostilidades. Los Estados tienen la obligación explícita de garantizar la seguridad de estos profesionales, ya que su asesinato no sólo vulnera su derecho a la vida, sino que constituye una gravísima violación del derecho a la libertad de expresión internacional. Esta violación afecta tanto al derecho individual del periodista como al derecho colectivo de la sociedad a recibir información veraz en tiempos de guerra.

A pesar de esta protección legal, los periodistas se ven obligados a operar en un ambiente de riesgo extremo. Los protocolos de seguridad para corresponsales de guerra son extensos y detallados, abarcando desde el uso de chalecos antibalas y cascos hasta la encriptación de las comunicaciones y la correspondiente preparación física y psicológica. Esta paradoja entre la protección nominal y el riesgo palpable crea una tensión constante. La existencia de estos protocolos demuestra que, en la práctica, los periodistas no confían plenamente en la protección legal que el derecho internacional les promete, justamente porque deben cuidar de sí mismos y de sus colegas, ya que su oficio los expone a incidentes inherentes a la cobertura de las noticias y amenazas de personas o facciones concretas.

Más allá de la vulnerabilidad física, el periodista de guerra sufre un daño psicológico y moral profundo, una “lesión moral” que lo convierte en una “víctima de la conciencia”. Este concepto, originalmente aplicado a los soldados, es perfectamente extensible a los reporteros. La “lesión moral” se define como el “desgaste del carácter moral” que ocurre al presenciar o ser cómplice de un asesinato injusto. El caso puntual del fotógrafo Kevin Carter, quien se suicidó tras ganar el Pulitzer por una foto que ilustraba la hambruna de Sudán, es un claro ejemplo histórico de este trauma, provocado por la inmensa angustia de su trabajo. El asesinato de un colega no es sólo una amenaza profesional, sino que representa una experiencia moralmente devastadora: el periodista que sobrevive no sólo es testigo de la noticia, sino que carga con una “baja de la conciencia” que regresa como una sombra de lo que antes solía ser. Este sufrimiento eleva la discusión de lo legal a lo estrictamente existencial, porque la guerra no sólo destruye cuerpos, sino que también corrompe el alma de aquellos cuya misión es reportar sus horrores, demostrando la fragilidad de la ética y la moral frente a la barbarie de la que es capaz el ser humano.

El análisis de la muerte de Anas al-Sharif y sus colegas de Al Jazeera nos revela que este trágico evento no es un incidente aislado, sino una manifestación de varias problemáticas filosóficas interconectadas. En primer lugar, la guerra moderna demuestra una tendencia peligrosa a no respetar los principios del ius in bello, especialmente el de discriminación, cuando puede redefinir la realidad a su conveniencia. La justificación de un ataque a un civil, simplemente re-categorizándolo como un combatiente, vacía de su significado a toda la estructura del derecho internacional humanitario.

En segundo lugar, la figura del periodista de guerra encarna una paradoja trágica: está protegido por la ley, pero opera en un entorno donde esa ley es regularmente violada. Al presenciar la violencia y la injusticia, el reportero sufre esa “lesión moral”, un daño profundo al alma que demuestra que la guerra mutila por igual los cuerpos como las mentes de quienes se atrevan a enfrentarla para contar su historia.

Finalmente, la “guerra de narrativas”, algo tan posmo progre y tan perverso, que busca activamente fabricar la indiferencia, un mal moral que socava a toda acción colectiva. La proliferación de relatos contradictorios tiene como objetivo confundir a la audiencia global, generando escepticismo y apatía, lo que permite que la violencia continúe sin ser castigada.

En última instancia, queridos lectores, el ataque asesino sobre los periodistas en Gaza no fue sólo un crimen de guerra, sino un ataque epistémico y moral. Fue un asalto a la posibilidad misma de una verdad objetiva y compartida en tiempos de conflicto. La muerte de la verdad precede a la muerte de los inocentes. Y la filosofía, en este contexto, no puede permanecer neutral. Su tarea es desmantelar las justificaciones simplistas, exponer las contradicciones morales y recordarle a la humanidad que la verdad, y quienes la buscan, son el primer y último baluarte contra la barbarie. La labor de los reporteros de guerra, al exponer los horrores del conflicto, es el antídoto más poderoso contra la indiferencia, que es tan asesina como cualquier arma del arsenal disponible de cualquier ejército. Su trabajo, y el sacrificio que a menudo conlleva, nos obliga a plantear una ética de la no-indiferencia, donde el conocimiento se convierte en la base para la acción moral.

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