“Martes Santo: el absurdo de una fe sin compromiso”
Por Lisandro Prieto Femenía
“Todo lo que hacen es para ser vistos por los hombres” (Mt 23, 5).
Durante este Martes Santo, la liturgia cristiana recuerda los discursos y las enseñanzas de Jesús en el templo de Jerusalén. Este día, tal como lo presenta el Evangelio según San Mateo (capítulos 23 al 25), está marcado por la controversia con los fariseos y doctores de la ley, la denuncia de la hipocresía religiosa, y la proclamación de parábolas que invitan a la vigilancia, la fidelidad y la responsabilidad en la espera del Reino.
En primer lugar, tenemos que analizar la figura de Jesús como profeta y maestro de sabiduría. Mateo 23 abre con una severa crítica hacia los escribas y los fariseos: “en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen” (Mt 23. 2-3).
Esta acusación no se limita a un contexto religioso del siglo I, sino que revela un conflicto atemporal entre la autoridad auténtica y la ostentación vacía del poder. Jesús habla como un profeta que, al estilo de Jeremías o Isaías, desenmascara la corrupción del culto cuando nunca va acompañada de una vida decente y justa.
Al respecto, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar señala que la “palabra de Jesús es una palabra que divide y pone en crisis, porque está cargada de la verdad de Dios y reclama conversión” (“El corazón del mundo, 1979, p. 112). Así, Cristo no sólo enseña sino que también interpela, denuda las máscaras de la religiosidad institucional exterior y coloca el centro del juicio en la coherencia entre palabra y obra, entre lo que se dice y lo que se hace.
Asimismo, este día está acompañado de parábolas relevantes para un tiempo de espera. En los capítulos 24 y 25, el tono se torna escatológico de hecho. Jesús habla del fin de los tiempos, pero lo hace mediante imágenes que nos remiten al presente: la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13), la de los talentos (Mt 25, 14-30) y el juicio final (Mt 25, 31-46). Cada una de estas parábolas subraya una dimensión clave para la vida de los cristianos: la vigilancia, la fidelidad activa y el amor concreto al prójimo.
La precitada parábola “de las diez vírgenes” se sustenta cuando Jesús narra la historia de diez vírgenes que esperan al esposo. Cinco eran prudentes y llevaron aceite para sus lámparas; cinco eran necias y no lo hicieron. Cuando llegó el esposo, las prudentes entraron con él al banquete de bodas, y las necias quedaron afuera, ante lo que Cristo concluye: “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt 25,13). Esta parábola habla del tiempo de espera escatológica, es decir, la preparación espiritual ante la venida del Señor, mientras que el “aceite” simboliza la gracia interior, la caridad activa y la vigilancia constante. El aceite, en esta clave, no puede ser compartido, porque representa la interioridad irremplazable de cada uno: la fe viva, la oración y el compromiso.
San Agustín de Hipona, comentando las vírgenes prudentes y necias, nos dice: “Velad con el corazón, velad con la fe, velad con la caridad, velad con las obras… Preparaos el aceite: llevad con vosotros las lámparas encendidas” (Sermón 93, PL 38, 581). Este “velar” no es un mero esperar pasivo, como cuando uno está en la sala de pacientes del médico que nos atiende cuando puede, sino más bien una actitud espiritual de atención, un estar despiertos ante la venida del Señor, que puede acontecer en cada rostro humano, en casa situación de la historia.
La vigilancia de la que habla Jesús no es una actitud tensa ni angustiante, sino una disposición del alma para vivir con sentido, con responsabilidad, con amor verdadero, sobre todo en un mundo que descuida lo esencial por lo urgente. Aquí y ahora, esta parábola nos recuerda la necesidad del recogimiento interior, del silencio fértil y de la preparación ética, ante la cual el filósofo Romano Guardini sostuvo que “la vigilancia cristiana no es el miedo al castigo, sino atención amorosa… es vivir desde el fondo, no desde la superficie” (Guardini, R. 1959, “El Señor”, Madrid, BAC, p. 622).
Por su parte, el excelentísimo filósofo español José Ortega y Gasset, aunque no era teólogo, ofrece una reflexión afín cuando advierte que “el hombre es él y su circunstancia, y si no la salva a ella, no se salva a sí mismo” (“Meditaciones del Quijote”, 1914). Aplicado a las parábolas de Mateo, podemos ver aquí un llamado a no replegarnos en una espiritualidad personalista e individualista, sino a actuar con responsabilidad en el mundo que habitamos, en cada “circunstancia” que nos desafíe.
Consiguientemente, también tenemos que tener en cuenta en la lectura del Martes de Pascua el juicio que nos descentra. La culminación de este tríptico de parábolas es el juicio final (Mt 25, 31-46), donde Jesús se identifica con los más pequeños e inocentes, al señalar que “lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Aquí, se redefine el criterio del juicio divino: no es la ortodoxia doctrinal ni la religiosidad visible, sino el amor encarnado, el servicio al necesitado, lo que determina la fidelidad a Dios.
Complementariamente, el teólogo protestante, víctima y mártir del nazismo, Dietrich Bonhoeffer, escribió desde la prisión que “la Iglesia sólo es Iglesia cuando existe para los demás… no para dominar, sino para ayudar y servir” (“Resistencia y sumisión”, 1951), p. 400). Lo que este mártir está captando aquí es, justamente, el espíritu del Martes Santo: una fe que no se refugia en las estructuras, sino que se verifica en la entrega cotidiana al otro. En criollo, de nada sirve ser la típica señora que va a misa a diario y que no se le cae el Jesús de la boca, si en la primera oportunidad que le da la vida, le hace daño a alguien, con palabras o acciones concretas.
Hoy, como en los tiempos de Jesús, abundan las estructuras religiosas que pueden vaciarse de contenido profético. En una era del espectáculo, hiperconectividad hueca y simulación, la advertencia de Cristo contra la hipocresía cobra nueva vigencia. ¿No ocurre ésto con cierta religiosidad que busca aprobación social, o incluso con discursos morales que no se terminan traduciendo en compromiso social real?
Analicemos, también, la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30): un hombre, antes de partir de viaje, confía a sus siervos cinco, dos y un talento respectivamente. Los dos primeros, deciden hacerlos producir; el tercero, por miedo, lo entierra. El amo premia a los primeros y reprende al último, quitándole incluso lo poco que tenía escondido. Pues bien amigos, esta parábola nos interpela sobre el uso de los dones que hemos recibido. Un “talento” era una gran suma de dinero en tiempos de Jesús, pero su simbolismo remite a las capacidades, oportunidades y responsabilidades otorgadas por Dios.
Al respecto, el gran Benedicto XVI comentó que “la parábola enseña que Dios no nos da a todos lo mismo, pero nos pide que hagamos fructificar lo que nos ha dado… Es una parábola del sentido del trabajo, de la responsabilidad y del crecimiento espiritual” (Benedicto XVI, Ángelus, 16 de noviembre de 2008), indicando con ello que el siervo que entierra su talento actúa por temor, no por maldad, pero aquí justamente radica lo más importante: el miedo y la indiferencia son enemigos del Reino.
En tiempos de precariedad, de desesperanza, de cinismo moral y cultural, esta parábola nos recuerda que ser fiel no es conservar, sino multiplicar: hacer fecundo el don, compartir el conocimiento, ejercer la solidaridad cotidiana, etc. En términos existenciales, Ricoeur expresaba que “ser responsable es responder del don recibido, no esconderlo. La fidelidad no está en custodiar lo mismo, sino en hacerlo fructificar en relación al otro” (P. Ricoeur. 1990, “Sí mismo como otro”, Madrid, Trotta, p. 140).
Asimismo, la parábola de los talentos nos interpela frente a la cultura de la mediocridad premiada y el miedo a arriesgarse por otro. Ante ésto, es indispensable que nos preguntemos ¿Qué estamos haciendo con los dones que se nos ha confiado? ¿Estamos escondiéndolos bajo tierra o multiplicándolos en beneficio de los demás? Evidentemente, el juicio escatológico desafía toda espiritualidad que olvide la dimensión social que tiene la fe: en tiempos de creciente desigualdad, de migrantes descartados, de pueblos silenciados por la violencia y la indiferencia, el Cristo del Martes Santo sigue preguntando: “¿Dónde estabas cuando tuve hambre, sed, o fui forastero?”.
Por último, nos encontramos con la parábola del juicio final (Mt 25,31-46): Jesús describe cómo, al final de los tiempos, el Hijo del Hombre separará a las naciones como un pastor a las ovejas de las cabras. A unos dirá “tuve hambre y me disteis de comer…”; a otros dirá “tuve hambre y no me disteis de comer…”. El criterio aquí es claro: el amor concreto hacia el necesitado.
Esta parábola concluye el capítulo 25 con una revelación radical: el rostro de Dios se oculta en los pobres, en los hambrientos, en los presos. No hay neutralidad aquí, porque omitir el bien es condenarse. Al respecto, Hans von Balthasar expresa que “no basta con no hacer el mal: el amor cristiano es acción, es salida de sí, es compromiso con el rostro sufriente del otro. Aquí no hay alegoría: Cristo se identifica con el pobre” (Von Balthasar, H. U. 1981, “Amor solo es digno de fe”. Madrid: Ediciones Encuentro, p. 134). Esta enseñanza culmina toda la predicación de Jesús: es la “parábola sin símbolos”, donde el juicio se basa en los actos reales de compasión.
En una sociedad marcada por la exclusión romantizada, por la invisibilidad de los descartados, esta parábola es un grito ético atemporal: no se trata sólo de creer, sino de amar con eficacia. En tiempos de redes sociales y justicia simbólica, el Evangelio exige hechos concretos y directos: dar de comer, dar abrigo, visitar, consolar, curar, escuchar. Sobre este asunto en particular, la filósofa Hannah Arendt nos advertía que “la mayor maldad puede consistir en no hacer nada, en no ver al otro, en pasar de largo como si no existiera” (Arendt, H. 1963, “Eichmann en Jerusalén”. Barcelona: Lumen, p. 287).
Este Martes Santo no es simplemente una jornada del calendario litúrgico, sino una interpelación permanente a vivir una fe con obras, una religión sin hipocresías, una vigilancia activa que no le tenga miedo al compromiso. Al respecto, el Papa Francisco nos dijo que “el verdadero templo de Dios es el corazón del hombre, donde habita su Espíritu. Que no nos pase lo que a aquellos fariseos: limpiar lo exterior y dejar el interior lleno de podredumbre” (Homilía, Martes Santo, 27 de marzo de 2018). En fin, queridos lectores, espero que esta jornada nos ayude a revisar nuestras actitudes, a encender nuestras lámparas y a esperar al Esposo con alegría y obras de amor, porque la Pascua no es una conmemoración muerta para irse de viaje en un fin de semana largo, sino una oportunidad viva de conversión.