“León XIV ante un mundo en guerra”
Por Lisandro Prieto Femenía
“¡Cristo no cesa de llamar, no cesa de indicar el camino hacia aquellos ‘altos ideales’ de los que hablaba el poeta! ¡No cesa de pedir un testimonio de la conciencia, de la vida! ¡Pide ‘hombres de espíritu’, pide ‘corazones puros’! ¡Pide hombres que sean hermanos, que sepan construir sobre la tierra ‘puentes’ y no ‘muros’!” -Juan Pablo II. (1979). Discurso a los jóvenes en el estadio de Cracovia.
La ascensión de León XIV al trono de Pedro acontece en un momento histórico marcado por la persistente sombra de la guerra. Los conflictos en Ucrania, con su estela de destrucción y desplazamiento, y la desgarradora situación en Gaza, crisol de tensiones ancestrales y reciente devastación, claman por una intervención que trascienda la mera condena en un mensaje misal. Ante este panorama desolador, los católicos nos preguntamos con apremio: ¿qué posibilidades reales ostenta el nuevo pontífice para erigirse como un agente efectivo de paz en estos escenarios de profunda fractura?
Para abordar esta cuestión con la seriedad que amerita, es imprescindible que recurramos a voces medianamente autorizadas que han dedicado su vida a la reflexión del intrincado vínculo entre la fe, la ética y la política internacional. Hans Küng, con su visión ecuménica y su llamado a una “ética global”, nos recuerda que la paz duradera entre las naciones se cimienta en la paz entre las religiones, un diálogo sincero que desentrañe los fundamentos de cada credo para construir puentes de entendimiento mutuo. En este sentido, la figura del Papa, investido de una autoridad moral que resuena más allá de las fronteras confesionales, podría erigirse en un catalizador de encuentros interreligiosos de alto nivel, siguiendo la senda trazada por sus predecesores. En su “Proyecto de una ética mundial”, Küng afirmó que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin investigación de los fundamentos de cada una de ellas” (Küng, H., 1991, p.21). Pues bien, esta convocatoria a líderes ortodoxos rusos y representantes del mundo islámico para explorar vías de diálogo sobre la sacralidad de la vida y la urgencia de la justicia podría sembrar semillas de esperanza en terrenos áridos por la desconfianza, la violencia innecesaria y el resentimiento.
Sin embargo, tampoco podemos obviar las limitaciones inherentes al poder terrenal de la Santa Sede. Como lúcidamente señala George Weigel en “La revolución católica” (2005), la Iglesia no dispone de ejércitos ni de la capacidad coercitiva de los Estados-Nación. Su influencia radica en la persuasión moral e intelectual, cuya eficacia depende, en última instancia, de la voluntad de otros actores para escuchar y responder. En los conflictos que nos ocupan, los intereses geopolíticos en pugna, las narrativas históricas profundamente arraigadas y la escalada de la violencia dificultan de sobremanera cualquier tipo de mediación externa. La intervención papal, por elocuente y bienintencionada que sea, corre el riesgo de ser percibida como un actor más en un tablero de ajedrez donde las piezas se mueven impulsadas por la lógica del poder militar y la seguridad nacional. Esta observación nos recuerda, entonces, que la influencia del papado se ejerce principalmente a través de las “armas” de la persuasión moral y la diplomacia, herramientas en desuso extremo, al menos, desde la incursión de Estados Unidos en Medio Oriente a partir del año 2003.
No obstante, la historia nos ofrece destellos de la capacidad de la Iglesia para influir positivamente en la resolución de conflictos. Recordemos brevemente la mediación de Juan Pablo II en la disputa del Beagle entre Argentina y Chile a finales de la década de 1970 y concluida en 1984 mediante la firma del Tratado de Paz, como claro ejemplo paradigmático. Ante la inminente amenaza de guerra, el Santo Padre ofreció su mediación, enviando al Cardenal Antonio Samoré como su enviado especial: en un mensaje crucial dirigido a los presidentes de facto Jorge Rafael Videla de Argentina y Augusto Pinochet Ugarte de Chile, Juan Pablo II declaró el 232 de diciembre de 1978: “Hago un llamamiento apremiante a la cordura y a la reflexión para que, superadas las actuales dificultades, se prosiga con ánimo renovado por el camino del diálogo y de la negociación, buscando soluciones justas y pacíficas que eviten a las queridas poblaciones de Argentina y Chile los horrores de una contienda fraticida” (Juan Pablo II. ,1978, Mensaje a los Presidentes de Argentina y Chile. Libreria Editrice Vaticana).Esta firme exhortación, sumada a la paciente labor diplomática del precitado Cardenal, creó un espacio para la negociación y finalmente condujo a la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984, evitando un conflicto bélico de graves consecuencias para la región.
Si bien reconocemos el potencial de diversos actores en la búsqueda de la paz, la Iglesia Católica se distingue por una serie de factores que le otorgan una relevancia singular en el contexto de los conflictos en Ucrania y Gaza. Su estructura jerárquica y su presencia global le permiten mantener canales de comunicación con una amplia gama de actores, incluyendo gobiernos, organizaciones internacionales y comunidades locales. Como explicita Weigel, esta red extensa facilita una diplomacia discreta y la posibilidad de ofrecer espacios neutrales para el diálogo (Weigel, G. (2005). La Revolución Católica, p. 317). Consiguientemente, la larga tradición de la Iglesia en la defensa de la justicia y la paz, articulada en su doctrina social, le confiere una autoridad moral reconocida incluso por aquellos que no comparten su fe. Sus llamados permanentes a la protección de los derechos humanos, al respeto del derecho internacional y a la búsqueda de soluciones negociadas resuenan con una fuerza particular en un mundo marcado por la avaricia, la violencia y la injusticia naturalizada.
Desde su influyente obra titulada “El testimonio político de la Iglesia”, John Howard Yoder ofrece una perspectiva distintiva sobre cómo la comunidad cristiana debe interactuar con el poder y la violencia en el mundo. Su argumento central radica en que la Iglesia, moldeada según la vida, muerte y resurrección de Jesús, está llamada a ser una comunidad de resistencia no violenta y un signo profético de la paz de Dios en un mundo marcado por la injusticia y la guerra. Para Yoder, la ética cristiana no se reduce a principios abstractos, sino que se encarna en la vida concreta de una comunidad que vive de manera alternativa al modus operandi del corrupto poder terrenal.
En el contexto de la mediación y la búsqueda de la paz, el aporte de Yoder pone el foco en que la Iglesia no debe aspirar primariamente a ejercer influencia a través de los mecanismos del poder político convencional, sino que su poder radica en su testimonio fiel al Evangelio de la paz. Esto implica una crítica radical a la lógica de la violencia y una demostración práctica de formas alternativas de resolución de conflictos basadas en el amor al enemigo, el perdón y la justicia restaurativa.
Así, la relevancia del pensamiento de Yoder para la posible intervención del Papa León XIV radica en que la autoridad de su Iglesia no se basa en su capacidad de ejercer presiones políticas o económicas, sino en la coherencia entre su mensaje y su práctica. Si la Iglesia aboga por la paz, debe también ser una comunidad que vive esa paz internamente y la irradia hacia afuera, incluso en medio de la hostilidad. Su testimonio de no-violencia activa y de solidaridad con las víctimas de la injusticia es, sin duda alguna, una fuerza transformadora que interpela las conciencias y abre caminos inesperados hacia la reconciliación. En lugar de buscar el poder para imponer la paz, la Iglesia, según Yoder, está llamada a ser un signo del Reino de Dios, donde la paz y la justicia se abrazan, ofreciendo así una visión esperanzadora y una práctica alternativa a la espiral de la violencia. Su “testimonio político”, entonces, no es una estrategia de poder, sino una fidelidad radical al Señorío de Cristo y a su mandato de amar a todos, incluso y sobre todo, a los enemigos.
Conjuntamente, es innegable que la presencia de numerosas organizaciones católicas dedicadas a la ayuda humanitaria y al trabajo por la paz en las zonas de conflicto le otorga a la Iglesia un conocimiento profundo de las dinámicas locales y la posibilidad de construir puentes de confianza con las comunidades afectadas. Esta capilaridad y su compromiso a largo plazo con las víctimas de la guerra, mal que les pese a varios, la convierten en un actor clave para la reconstrucción del tejido social y la promoción de la reconciliación.
En este punto, entonces, es crucial discernir la naturaleza fundamentalmente diferente de los conflictos precitados, pues esta distinción impacta directamente en las posibilidades y estrategias de mediación. La guerra en Ucrania, si bien con profundas raíces históricas y geopolíticas, se desarrolla principalmente entre naciones de tradición cristiana, aunque con identidades nacionales y lealtades estatales claramente diferenciadas. Las afinidades culturales y religiosas, paradójicamente, no han evitado la escalada de la violencia, pero podrían ofrecer ciertos puntos de anclaje para un futuro diálogo, apelando a valores cristianos compartidos de paz y fraternidad, como sugiere la ética global de Küng.
En contraste, el conflicto entre Israel y el mundo islámico en torno a Gaza posee una dimensión religiosa y territorial intrínsecamente entrelazada. Las disputas por la tierra están profundamente imbuidas de narrativas religiosas e identidades colectivas moldeadas por siglos de historia y fe. En este contexto, la presencia cristiana en Jerusalén, lugar sagrado para las tres religiones abrahámicas, puede ser vista como la de un pueblo que vive “en medio” de árabes y hebreos. Esta posición única, aunque históricamente marcada por la vulnerabilidad, también ofrece un potencial para el entendimiento y la mediación, al compartir lazos históricos y geográficos con ambas partes.
Como argumenta Küng, el diálogo interreligioso informado y respetuoso es fundamental para abordar los conflictos con raíces religiosas tan profundas. La Iglesia católica, con su presencia histórica en Tierra Santa y sus relaciones con líderes religiosos de ambas partes, podría desempeñar un rol facilitador en la creación de espacios de encuentro y diálogo que trasciendan las narrativas de confrontación, tan promocionadas por los rentados medios de comunicación.
Ante este intrincado panorama, León XIV podría considerar una estrategia multifacética. En primer lugar, intensificar los llamados a un cese al fuego inmediato y a la protección de la población civil, elevando su voz contra la barbarie de la guerra sin reglas que se está llevando a cabo en estos días. En segundo lugar, ofrecer los buenos oficios de la Santa Sede como espacio neutral para el diálogo entre las partes en conflicto, explorando canales diplomáticos discretos que permitan construir confianza y buscar puntos de encuentro. En tercer lugar, es crucial fortalecer la red de organizaciones católicas presentes en el terreno, brindando ayuda humanitaria y acompañamiento a las víctimas, testimoniando así el rostro compasivo de la tradición eclesial. Finalmente, se podría impulsar iniciativas de diálogo interreligioso a nivel local e internacional, buscando aliados en otras tradiciones de fe para construir un frente común por la paz, recordando la premisa de Küng sobre la interconexión entre la paz religiosa y la paz mundial.
Sin embargo, queridos lectores, está claro que la efectividad de esas posibles acciones dependerá crucialmente de la receptividad de los líderes políticos y de la voluntad de las partes en conflicto para trascender sus intereses particulares en aras de un bien mayor. La tarea que aguarda a León XIV es ardua y desafiante, pero la autoridad moral que todavía encarna y la tradición de búsqueda de la paz de la Iglesia le otorgan una ventana de oportunidad para sembrar la esperanza en un mundo quebrado por la violencia. Su voz, clamando por la justicia y la reconciliación, puede resonar en las conciencias y recordar a la humanidad su vocación fundamental a la fraternidad y a la construcción de un futuro donde la paz no sea una utopía, sino una realidad tangible que todos, en cualquier punto del globo, nos merecemos.