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La disputa educativa: Rousseau Vs. Voltaire y la encrucijada actual 

Por Lisandro Prieto Femenía

“La educación no es una preparación para la vida; la educación es la vida misma.” – John DeweyDemocracia y educación

A menudo, el pasado nos ofrece un espejo para comprender el presente. Pues bien, en el fértil terreno de la Ilustración, dos de sus figuras más prominentes, Jean-Jacques Rousseau y Voltaire, protagonizaron una disputa intelectual que, aunque anclada al siglo XVIII, vale la pena traer a nuestros días por la claridad que representa frente a los patéticos debates educativos de hoy. Nos proponemos, entonces, desentrañar el corazón de esa contienda, centrándonos en sus visiones antagónicas sobre la educación y, más concretamente, en las críticas de Voltaire a la propuesta de Rousseau en su obra “Emilio o De la educación”.

Seguramente usted se está preguntando “¿por qué es relevante revisitar esta querella hoy?”. Es fundamental porque la educación, en la actualidad, se encuentra en una encrucijada. Enfrentamos dilemas sobre el propósito fundamental del aprendizaje, traducidos en estas cuestiones: ¿debemos priorizar el desarrollo de la “naturaleza” innata del niño o equiparlo con herramientas “prácticas y utilitarias” para la sociedad? ¿Es la escuela un refugio de la corrupción social o un motor de progreso y adaptación al mundo? Al sumergirnos en los argumentos de estos titanes del pensamiento moderno, y al enriquecer nuestra reflexión con aportes de otros autores, buscamos iluminar estas tensiones que rigen hasta este mismo instante en el que les escribo. Nuestra meta es ofrecer una crítica aguda y bien fundamentada, alejándonos de repeticiones y definiciones vacías, para traer al presente una discusión filosófica que sigue marcando el rumbo de nuestras aulas y de la formación de las futuras generaciones.

La contienda intelectual entre Rousseau y Voltaire trascendió la mera disidencia personal para configurar un debate fundamental sobre la naturaleza humana, la sociedad y, crucialmente, la educación. Si bien la animosidad entre ambos es bien conocida, es en sus divergencias pedagógicas donde encontramos una mina de reflexiones aún pertinentes para el presente. La afirmación de que “Voltaire fue un crítico de la obra de Rousseau “Emilio” y, aunque no se opuso abiertamente a la idea de educación como tal, sí criticó la visión de Rousseau sobre la educación natural y su enfoque negativo de la sociedad” encapsula el núcleo de una disputa pedagógica que los discursos contemporáneos no ven pasar ni de cerca.

En su seminal “Emilio”, Rousseau propone una educación que busca preservar la bondad inherente del niño, alejándolo de la corrupción social. Su célebre postulado: “todo es bueno al salir de las manos del Autor de las cosas; todo degenera en las manos del hombre” (Rousseau, Emilio, o De la educación, Libro I), sienta las bases de una pedagogía centrada en la “educación natural”. Para Rousseau, el papel del educador no es imponer conocimientos, sino guiar el desarrollo espontáneo de las facultades propias del niño a través de la experiencia libre y directa. Su crítica a la sociedad como corruptora de la naturaleza humana implica una desconfianza hacia las instituciones educativas tradicionales, a las que consideraba artilugios de la artificialidad social.

“El único libro que le es útil a un niño es su madre, o quien haga sus veces. Éste es el libro por excelencia que no se podrá sustituir por ningún otro. Éste es el que le enseña a ver, a tocar, a oír, a comparar, a juzgar; éste es el que le hace sentir su existencia física, antes de que su alma comience a pensar.” (Rousseau, Emilio, o De la educación, Libro I).

Voltaire, por su parte, aunque no desdeñaba la educación per se, se mostró escéptico ante el optimismo rousseauniano sobre la naturaleza humana y su método educativo. Su pragmatismo y su fe en el progreso a través de la razón y el conocimiento organizado lo llevaron a defender una educación más práctica y utilitaria. Recordemos que Voltaire no creía en un “buen salvaje” que solo necesitaba ser preservado de la sociedad, sino que más bien veía la educación como el medio para pulir y civilizar al individuo, dotándolo de herramientas para navegar y mejorar el mundo. Si bien no articuló un tratado pedagógico sistemático como “Emilio”, su obra y su vida reflejan una inclinación hacia la formación de ciudadanos útiles y racionales (en contraposición al modelo actual, que necesita inútiles e irracionales). Su defensa de la razón y el conocimiento empírico se contraponía a la primacía de la experiencia sensorial en el sentimentalismo que Rousseau propugnaba.

“La certeza no es más que una evidencia que arrastra nuestro espíritu. No tenemos más que una, la certeza de la existencia de nuestro ser, y de la existencia de nuestros pensamientos. Todas las demás son probables o ilusorias.” (Voltaire, Diccionario Filosófico, “Certeza”).

La tensión entre estos dos enfoques- la educación centrada en el desarrollo “natural” del individuo versus la educación como herramienta para la utilidad social y el progreso- ha persistido a lo largo de los siglos. En el siglo XX, pensadores como John Dewey, con su énfasis en la educación progresiva y la experiencia, retoman en parte el espíritu rousseauniano de una pedagogía activa y centrada en el alumno. Particularmente, argumentó que la educación no es una preparación para la vida; la educación es la vida misma”  (Dewey, Democracia y educación, Capítulo IV), abogando por un aprendizaje arraigado en la interacción con el entorno y la resolución de problemas reales. No obstante, Dewey también se apartó de la visión rousseauniana de una educación aislada de la sociedad, defendiendo que la escuela debe ser un reflejo de la comunidad y un espacio para la participación democrática.

En el presente, la disputa entre los precitados autores de referencia se manifiesta en diversas encrucijadas pedagógicas. Por un lado, vemos un resurgimiento de enfoques que privilegian la “experiencia” y el “desarrollo” de la naturaleza innata del niño, con metodologías que promueven el aprendizaje autónomo, el juego libre y la personalización de la enseñanza. La crítica a la estandarización y la masificación educativa se pretende sustentar con la desconfianza rousseauniana hacia las imposiciones externas, motivo por el cual se busca un equilibrio entre la adquisición de conocimientos y el desarrollo de habilidades socioemocionales, la creatividad y el pensamiento crítico, elementos que, desde una perspectiva rousseauniana, serían frutos de un desarrollo natural y no de una instrucción coercitiva.

Por otro lado, la voz de Voltaire se hace eco en la constante demanda de una educación “práctica y utilitaria” a través de la preocupación por la empleabilidad, la formación de competencias para el mercado laboral y la alienación de los planes de estudio con las necesidades de la industria. La presión por la supuesta “excelencia académica”, las evaluaciones estandarizadas y la búsqueda de resultados concretos en las áreas denominadas “STEM” (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas”) demuestran una clara inclinación hacia una educación que prepare a los individuos para ser actores productivos en la sociedad globalizada. La inversión en infraestructura tecnológica y la digitalización de la educación, si bien ofrecen nuevas posibilidades, y en muy pocos países, también pueden ser vistas como un reflejo de esta búsqueda de utilidad y eficiencia.

Ahora bien, la crítica aguda a esta dicotomía reside en la necesidad de trascenderla y, para lograrlo, sería fantástico que los cráneos a cargo de las carteras educativas de las naciones abandonen la comodidad de implementar agendas impuestas por organismos internacionales. Reducir la educación a la mera utilidad económica o, por el contrario, a una idealización de la “naturaleza” del niño que ignora la complejidad social, sería un error. La educación posmoderna enfrenta el desafío de integrar lo mejor de ambas visiones, pero sin caer en la trivialidad de autores patéticos como Edgar Morín y su lema servicial que reza: “la educación debe enfrentar la incertidumbre” (Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Capítulo V). Ese tipo de discursos decontruídos no han hecho otra cosa que desear la preparación de los individuos no sólo con conocimientos prácticos, sino también con la capacidad de adaptarse a un mundo que les da la espalda y los deja fuera del sistema: este enfoque perverso le llama “desafío” a una carnicería que pasa por la picadora a los que menos tienen.

La relectura de la disputa entre Rousseau y Voltaire nos obliga a mirar críticamente el presente, porque si bien sus debates sentaron las bases para muchas de las corrientes pedagógicas posteriores, las urgencias y necesidades educativas del siglo XXI van más allá de una simple polarización entre “naturaleza” y “utilidad”. La globalización, la irrupción de la inteligencia artificial, la crisis climática, la polarización social y la sobreabundancia de información configuran un escenario inédito que exige una profunda revisión de lo que entendemos por educación.

Una de las urgencias más patentes es la necesidad de contar con una educación que fomente realmente el pensamiento crítico y la alfabetización de calidad. En un mundo inundado de desinformación y noticias falsas, la capacidad de discernir, analizar y cuestionar la información se vuelve tan vital como la lectura y escritura. Nicholas Carr, en su obra “Superficiales”, advierte sobre cómo la digitalización está reconfigurando nuestros patrones de pensamiento, a menudo promoviendo una lectura de la realidad fragmentada y superficial Esto, hace imperativo que la educación no sólo transmita datos, sino que cultive la habilidad de evaluar críticamente las fuentes y construir argumentos sólidos.

“La lectura en la pantalla, en vez de la lectura en la página, parece estar reprogramando nuestros cerebros para priorizar la velocidad y la eficiencia sobre la profundidad y la contemplación” (Carr, Superficiales, Capítulo 7).

Otra necesidad imperiosa el es desarrollo de habilidades socioemocionales y ciudadanas. La polarización, la intolerancia y la fragmentación social exigen que las escuelas sean espacios donde se cultive la empatía, el respeto y la capacidad de diálogo. Al respecto, Marta Nussbaum en su obra “Sin fines de lucro”, argumenta que la educación debe ir más allá de la mera formación técnica para incluir el desarrollo de la imaginación y la compasión. Esto implica, en cierto sentido, un regreso al espíritu de la formación del carácter y la moral, pero despojado de dogmas y centrado en la construcción de una convivencia civilizada, pacífica, honesta y justa.

“Las capacidades necesarias para sostener la democracia están en riesgo, y el futuro de las democracias en todo el mundo pende de un hilo. Si no nos ocupamos de estas cuestiones, las naciones de todo el mundo pronto producirán generaciones de máquinas útiles, en lugar de ciudadanos completos” (Nussbaum, Sin fines de lucro, Prólogo).

En definitiva, queridos lectores, la disputa entre Rousseau y Voltaire nos recuerda que la educación no es un campo neutral, sino un terreno de tensiones ideológicas, políticas y filosóficas. La clave para el presente no reside en elegir un bando financiado por capitales específicos con intereses concretos, sino en reconocer que una educación integral debe ser, a la vez, liberadora y habilitadora. Debe nutrir la singularidad de cada individuo, permitiendo el despliegue de sus potencialidades innatas, al tiempo que lo equipa con las herramientas cognitivas y sociales necesarias para participar activamente y de manera constructiva en una sociedad resquebrajada que necesita empezar a pensar. La educación no sólo debe formar ciudadanos capaces de ganarse la vida, sino también seres humanos plenos, críticos y conscientes de su lugar en el mundo. La conversación entre Rousseau y Voltaire, lejos de ser un eco del pasado, sigue siendo un diálogo vital para repensar el futuro de una pedagogía que debe abandonar la pereza y ponerse a trabajar fuertemente en la formación de seres humanos capaces, comprometidos, libres y críticos.

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