¿Estamos rodeados de idiotas?
Por Lisandro Prieto Femenía
“El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la idiotez” – Adolfo Bioy Casares
Todos vivimos cerca de uno. Cualquiera puede interactuar con uno de ellos. Siempre hay uno (o más) en la familia. Frecuentemente ocupan cargos públicos, por designación de otro igual a ellos o por elección nuestra mediante el voto electoral. La cuestión es que los idiotas están entre nosotros, y cada vez nos cuesta más distinguirlos de los sensatos.
Bien sabemos que el vocablo “idiota” desciende del griego “idiotés”, que hacía referencia a aquellas personas que se desentendían de “lo público” mientras que prestaban atención exclusivamente a sus intereses particulares. Esa tendencia individualista está arraigada a su raíz “idio”, que se refiere a lo que es “propio” (por ejemplo, “idiosincrasia” o “idioma”) mientras que el sufijo “tes” significa sujeto, agente que desarrolla una acción: en definitiva, el idiota es aquel que sólo se encarga solamente de lo suyo. En latín “ídíota” hacía referencia también al “ignorante”, por ello en la Edad Media se solía emplear sobre aquellas personas que no creían en Dios.
Desde sus comienzos, el idiota está enteramente ligado a la función misma de la democracia, entendida la misma como forma de gobierno de todos o de la mayoría, que exige cierta participación activa por parte de los ciudadanos tanto en el ámbito público como privado de manera simultánea. En ese sistema de gobierno coexiste con entre todos “el idiota”, que no es más que aquel que sólo sabe hacer absolutamente nada por los demás.
Tratemos de comprender el siguiente problema: ¿somos cada vez más idiotas, o con el tiempo la idiotez se va amoldando a cada contexto histórico pero se mantiene inmutable a pesar de las épocas? Siempre hubo instancias de señalamiento del idiota, puesto que era fácilmente destacable, identificable y notable. Ahora, la cosa se complica. Está claro que el gran negocio actual no son ni las armas, ni las drogas, sino la industria de la estupidización masiva o “atontamiento” voluntario, que genera un marco de existencia tan “cómodo” que nos evite el hastío de tener que pensar. Dicho esto, sólo queda expresar que para el idiota el espacio de lo común es solamente un lugar donde él puede verter sus miserias, al estilo de un “vomitorio” romano, donde se echan allí todas las cuestiones que él tiene por resolver en su limitada comprensión de su patética existencia.
¿Qué provoca el idiota en el espacio de lo común? Pues bien, dado que solamente le interesa tomar lo que le conviene y utilizar únicamente en su beneficio lo que allí esté dispuesto para todos, el idiota va cercenando de sentido aquello que es tan difícil construir, que es el valor de pertenencia que todos tenemos de aquellos elementos de la vida que nos cohesionan y nos permiten coexistir de manera medianamente equilibrada y pacífica. En otras palabras, el idiota es uno de los principales causantes de la desestabilidad social.
Como podrán apreciar, queridos lectores, lo interesante de analizar al idiota no es el idiota mismo, sino su contraposición fundamental: él atenta permanentemente contra “lo público”, entendido como ese aspecto fundamental de la existencia humana en el cual la aportación de todos nosotros puede contribuir a vivir mejor o promover la conversión de una vida civilizada en una verdadera jungla sin reglas. Lo que le daba real sentido a lo “común” es aquel valor que le otorgamos a lo que nos trasciende en lo individual y particular para que todos puedan participar de manera igualitaria, equitativa y justa de lo mismo.
Cuando irrumpe el idiota en la escena, no construye ningún ideal, sino que se sirve de ellos de acuerdo a su pretensión y necesidad, siempre motivado por intereses mezquinos, rencor y envidia. Un gran ideal, llamémoslo “el cambio climático”, “el feminismo” , “la igualdad social”, “la lucha contra la explotación de seres humanos”, etc. son para el idiota un grupo de amparo, ya que el ideal en sí le importa tres carajos porque no concibe que pueda existir algo más importante que su propia consciencia, su propio yo. Ustedes mismos podrán notar fácilmente que el idiota está afiliado e infiltrado en muchísimas campañas, pero jamás daría la vida por ninguno de los ideales que esas campañas pregonan.
Dicho todo ésto, es necesario reconocer que hay grandes idiotas muy vinculados a lo público, puesto que lo que lo motiva es el motor de sus intereses particulares y pequeños mediante el uso de un medio común que otros construyeron para que ellos puedan usufructuar a gusto y placer.
Dijimos anteriormente que todas las épocas datan de sus idiotas, pero sólo nos sirve hablar del idiota de hoy, que parece haber sido abrazado por un pluralismo ficticio e hipócrita y lo ha incluido en la vida cotidiana y en todos los ámbitos posibles, al punto tal que ya es muy difícil detectarlos: puede ser cualquier amigo, familiar, compañero de trabajo, legislador, intendente, seguramente un ministro (parece ser que es condición sine qua non ser idiota para dirigir una cartera ejecutiva), un gobernador e incluso tenemos registro de algunos presidentes abanderados de la idiotez.
Lo previamente descrito en el funesto párrafo anterior señala básicamente que, a diferencia de las épocas retratadas, al idiota hoy no solo se lo considera “uno más” sino que tiene aspectos distintivos que lo hacen ser especial y ponderado: hoy se premia al idiota puesto que es siempre funcional al espíritu individualista de los intereses particulares que prevalecen por sobre el bien común. Por deducción lógica y natural, si se premia al imbécil, es evidente que se desconoce, se castiga, se persigue y se desconfía del talentoso y sensato, o, como sostuvo Dostoievski. “la tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar, para no ofender a los idiotas”.
Lamentablemente, en algunas épocas, y gracias a Dios eso ya ha pasado, se ha empleado el vocablo idiota para referirse a las personas que tenían algún condicionamiento psíquico o neuronal en un amplio espectro de enfermedades mentales. Pues no, aquí estamos hablando de algo peor, más nocivo y peligroso que eso: el idiota como representante de la adoración directa o indirecta de la banalidad del mal.
Si, el idiota es funcional y parte crucial de la maldad, puesto que desde un punto de vista estrictamente político, es el personaje que siempre mira para otro lado cuando algo acontece y requiere atención y cuidado. El idiota es, siempre, el principal colaborador en tiempos de totalitarismos y genocidios, de injusticias y tribulaciones porque ha decidido carecer de cualquier ápice de “politicidad”. Lo interesante en esta perspectiva es que el idiota puede formar parte de la política desde una postura apolítica ya que no mide y no le interesa las consecuencias de su accionar y por ello es un capital apreciado para la una forma nefasta de hacer política que se sustenta sobre la base de inútiles que son útiles para la destrucción.
Fue ese el sentido que Hannah Arendt les otorgó, al sostener que la política es el espacio público mediante el cual debería prosperar la palabra y la acción en pos de un bien comunitario. No fue en vano que Arendt analizara al totalitarismo como el triunfo de la supresión de dicha condición política de las personas mediante el ejercicio de la fuerza y la violencia, la coacción y dominación cultural, tarea para la cual, créanme, hacen falta muchísimos idiotas.
La metodología ha cambiado, pero el fin sigue siendo el mismo: idiotizar para dominar. Muchísimas de las privaciones que vivimos cotidianamente, sin importar en qué parte del mundo vivamos, se debe exclusivamente a la renuncia de la condición política que debería propulsarnos y movilizarnos a modificar las injusticias acontecidas cotidianamente en cada rincón de este precioso orbe celeste. Y ello será cada vez más difícil si continuamos asintiendo a la doctrina de los idiotas que saben leer, pero no ejercen la lectura comprensiva, que saben escribir, pero no han producido un texto en su vida, que saben curar y dejan morir, que viven en la historia y la desconocen en su completitud, que deben legislar y gobernar en pos de un bien común y nos aplastan como hormigas cotidianamente.
Ante los pensamientos precedentemente señalados, te pregunto, caro lector ¿quieres tú, también ser un idiota feliz, o quieres ser parte de una humanidad que pide a gritos dignidad?