OpiniónSociedad

¿Es rentable una humanidad estupidizada?

Por Lisandro Prieto Femenía

“La incapacidad de pensar no es estupidez; se encuentra más bien en la incapacidad para reflexionar sobre lo que uno está haciendo.” – Hannah Arendt

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto que se discute bastante poco en nuestros días, puesto que en esta “era de la información”, paradójicamente, asistimos a una proliferación masiva de ignorancia naturalizada. Es necesario aclarar que no se trata de una carencia fortuita, sino más bien de un proceso meticulosamente orquestado mediante la erosión sistemática del pensamiento crítico y la capacidad de discernimiento. Antes de comenzar, podemos preguntarnos: ¿cómo se fabrica este tipo de ignorancia? ¿Quiénes se benefician de una sociedad casi completamente anestesiada intelectualmente?

Neil Postman, en su lúcida obra titulada “Divertirse hasta morir”, nos alerta sobre una transformación cultural sutil pero devastadora: no se trata de la censura explícita, sino de la saturación informativa, donde el entretenimiento se encarga de trivializar casi por completo el discurso público. Postman sostenía que “Orwell temía que nos prohibieran los libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón para prohibirlos, porque no habría nadie que quisiera leerlos”. Con ello, nos está indicando que mientras Orwell temía a los que nos privan de la información, Huxley temía a los que nos darían tanta que nos reducirían a la pasividad y el egoísmo extremo. Este vínculo que hace entre estos monstruos de la literatura apunta a los ejes centrales de nuestro problema actual: uno sospechaba que la verdad nos fuera ocultada mientras que el otro suponía que la verdad se ahogaría en un mar de estupideces e irrelevancias banales, convirtiéndonos en presos de una cultura cautiva de la trivialidad, sólo obsesionada por sensaciones individuales.

La precitada referencia nos explica la esencia de la estupidización en tanto que infiere que la información no es censurada, sino que se vuelve irrelevante en un mar de confusión sistematizada. Con este caldo de cultivo, la cultura terminó convirtiéndose en un espectáculo donde la información seria y veraz es desplazada por el entretenimiento y el espectáculo frívolo. Sobre este aspecto en particular, Orwell nos advierte en su obra “1984” sobre el control de la información y la manipulación del lenguaje, al que llama “doblepensar” y la “neolengua”, que no son otra cosa que herramientas prácticas para distorsionar la realidad y suprimir el pensamiento crítico. En este marco, la veracidad y la calidad de la información, para muchos de nosotros, siguen siendo cruciales para que empecemos hablar de libertades individuales y de la salud de la democracia en la que decimos estar viviendo.

Por su parte, Huxley en “Un mundo feliz”, nos muestra una sociedad donde la felicidad superficial y el consumo desenfrenado han logrado anestesiar la conciencia crítica de la humanidad. Se trata de una obra que, en mi humilde opinión, debería ser de lectura obligatoria en toda la educación secundaria puesto que hoy, más que nunca, es preciso discutir que el problema no es la prohibición de la información, sino la disolución total de sentido de los enunciados que se comparten en el universo informe de las redes sociales y los medios de comunicación. La “soma”, a la que hace referencia Huxley, es la droga que induce la felicidad artificial y que simboliza la renuncia a la búsqueda de la verdad y el conocimiento a cambio de una satisfacción efímera y estupidizante (como buscar likes y seguidores en redes).

Todas estas advertencias (Postman, Orwell y Huxley) convergen en la idea de que la estupidización no es un fenómeno espontáneo, sino el resultado de estrategias deliberadas para controlar la información, manipular el lenguaje y fomentar la pasividad política y el activismo consumista. La sobrecarga de información falsa o manipulada, la banalización del discurso público y la promoción del consumo irreflexivo son las herramientas ideales para lograr anestesiar la conciencia crítica y mantener el statu quo que muchos dicen combatir, pero que normalizan con nuevas técnicas.

Esta decadencia del pensamiento crítico se manifiesta en la erosión de los sistemas educativos, antaño pilares del conocimiento y la formación para la vida, ahora convertidos en instrumentos de normalización. Al respecto, Paulo Freire, en “Pedagogía del oprimido”, advirtió que la educación “bancaria” se encarga de perpetuar la pasividad de los ciudadanos: mientras más se les imponga pasividad a los oprimidos, “tanto más se adaptarán al mundo y más lejos estarán de transformarlo. El modelo actual, en lugar de cultivar el intelecto y la producción de saber, fomenta la conformidad a la injusticia mientras que, paralelamente, proliferan las pseudociencias, la banalización del debate público y la idolatría de celebridades que potencian estos síntomas de degradación social.

Esta “estupidización” de la que venimos hablando, lejos de ser una mera carencia de intelecto, revela una profunda incapacidad para hacer uso de algo que tenemos todos: el juicio reflexivo. A este fenómeno, Hannah Arendt lo denominó “banalidad del mal”, puesto que la incapacidad de pensar no es estupidez, sino que se explica mejo en la “incapacidad para reflexionar sobre lo que uno está haciendo”. Esta ausencia de crítica no surge del vacío, sino que es cultivada por sistemas políticos y económicos que desalientan la autonomía intelectual, convirtiendo la estupidización en un mecanismo de control muy violento, donde la falta de cuestionamiento permite la aceptación acrítica de narrativas dominantes (modas culturales, intelectuales, morales, etc.). En este sentido, la renuncia a la reflexión no sólo erosiona la capacidad individual del discernimiento, sino que también socava los cimientos de la responsabilidad colectiva. No es casual que, en un mundo saturado de información, la habilidad para distinguir entre verdad y falsedad, entre opinión y hecho, se vuelve cada vez más difícil, pero también, para muchos de nosotros, más necesario porque el atontamiento colectivo no es un estado pasivo, sino un proceso activo de desmantelamiento del pensamiento crítico, una estrategia que transforma a los individuos en receptores de información de dudosa procedencia, incapaces de cuestionar nada y mucho menos de intentar cambiar la realidad que nos asfixia.

Nuestra interrogante sobre la utilidad de una humanidad idiotizada revela una lógica perversa: la estupidización como modelo de negocios. Una población desprovista de pensamiento y brújula moral se convierte en el sujeto ideal para el consumo desmedido, la manipulación política y la explotación laboral. En este escenario, la industria del entretenimiento, los medios masivos de comunicación y las redes sociales operan como arquitectos de la distracción. Como señala Noam Chomsky, la propaganda es a la democracia lo que la violencia es a la tiranía, porque no se trata simplemente de la transmisión de datos, sino de la creación de necesidades artificiales mediante un bombardeo de mensajes que apelan a las emociones más primarias, desviando la atención de los problemas fundamentales. Esta estrategia, como bien describe Neil Postman, sumerge a la sociedad en un “océano de irrelevancias” en el que la información significativa se ahoga en trivialidades.

En definitiva, creo que a esta altura del texto ha quedado claro que la estupidización no es un subproducto accidental, sino una estrategia deliberada para mantener esta estado de inoperancia permanente en todos los estratos sociales, donde la ignorancia se convierte en un valor, un bien de cambio del poder. Ahora bien, ante esta situación sería normal que nos preguntemos: ¿a quién le sirve una humanidad idiota? Desde hace mucho tiempo, estamos enunciando que promocionar la idiotez es un negocio redondo para unos pocos que mueven casi todos los hilos: una humanidad acrítica e inmoral es un consumidor dócil, un votante maleable, un trabajador sumiso, un ciudadano egoísta y egocéntrico, etc. En esta tarea tan rentable, pero denigrante, la industria cultural al servicio del poder económico y político le saca el jugo a la vulnerabilidad que ella misma siembra: recordemos brevemente lo que sostiene Chomsky en “Los guardianes de la libertad”, al sostener que no es tanto un medio para transmitir información, sino más bien un medio para crear necesidades innecesarias. Mientras estamos siendo coaccionados por mensajes que apelan a lo más primitivo y banal, estamos también desviando nuestra atención de los problemas reales más acuciantes que nos degradan como personas y como comunidad.

No podemos dejar de lado el análisis particular de la esfera política, totalmente corrompida y desmoralizada, que se ha transformado en un espectáculo amarillista donde la imagen y el eslogan patético eclipsa la sustancia, a saber, el bien común. Esta metamorfosis refleja la inquietante visión que tiene Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, al advertir que una dictadura perfecta tendría “la apariencia de una democracia, pero sería esencialmente una prisión sin muros, en la que los prisioneros no soñarían siquiera con escapar” (Huxley, 1932, p.220). Esta prisión sin barrotes se ha construido sobre la manipulación de la opinión pública, la creación de necesidades artificiales y la promoción del individualismo exacerbado. La política, así, se convierte en un juego de apariencias, donde la retórica vacía y las promesas incumplidas reemplazan el debate inteligente, la gestión responsable y el compromiso ciudadano.

Al respecto, el politólogo Sheldon Wolin en “Democracy Incorporated” (2008), hemos presenciado la emergencia de una “democracia invertida”, donde las corporaciones y los intereses privados ejercen un control desproporcionado sobre el proceso político. En este contexto, la estupidización se erige como un mecanismo de control sumamente eficiente, porque la falta de pensamiento crítico permite la aceptación acrítica de narrativas dominantes (agendas político-culturales bajadas por organismos internacionales, sobre todo a países con problemas económicos). No son accidentales las políticas de austeridad fiscal promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que a menudo se imponen sin un debate público informado, lo que resulta en recortes en inversión educativa de calidad, salud y seguridad, mientras que obliga a destinar gran parte de los fondos que “prestan” a asuntos de agenda global que no sirven para absolutamente nada. Tampoco es accidental que, en el mismo municipio en el que la lluvia devastó completamente a la población, se invierta por año unos cuatro mil millones de pesos en políticas de género o cuenten con concejales que cobran sueldos superiores a los dos millones de pesos por mes (prioridades, te las debo).

Aunque insidiosa, la estupidización no es un destino irrevocable. La resistencia que pregonamos desde este humilde lugar se fragua en la recuperación del pensamiento crítico, un acto de insubordinación intelectual urgente y necesario. La educación, lejos de ser un mero mecanismo de transmisión de información para que los chicos aprueben sin aprender, debe convertirse en un espacio de deliberación sesuda y cuestionamiento con argumentos sólidos. El periodismo, liberado de las ataduras del poder económico y político, debe erigirse como un faro de veracidad, iluminando los rincones oscuros de la desinformación entretenida. La duda, la curiosidad y el debate riguroso deben ser restaurados como pilares de nuestra cultura, exigiendo información veraz y educación de calidad como derechos indiscutibles e inalienables.

Como nos recuerda la gran Hannah Arendt en su obra “La condición humana” (1958), “la capacidad de pensar es lo que nos hace ser humanos”, motivo por el cual es imprescindible resistir al arrebato de nuestra esencia para no seguir siendo autómatas de la conformidad impuesta por un grupete de degenerados con poder. Y recuerden, amigos míos, la estupidización prospera en la indiferencia y en la complacencia, motivo por el cual nuestro antídoto reside en la valentía de cuestionar, analizar, comprender y dejar de repetir como loros lo que “se dice por ahí”: la rebelión del pensamiento es un imperativo ético, un acto heroico que espero se ponga de moda para poder redefinir nuestra humanidad devastada.

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