OpiniónSociedad

“Entre el wokeismo y el populismo de derecha”

Por Lisandro Prieto Femenía

“El problema de nuestro tiempo es que la gente prefiere ser destruida antes que cambiar de opinión.” – Leon Tolstói, El Reino de Dios está en vosotros (1894)

Todos los mortales que gozamos de una pizca de conciencia hemos sido testigos, en los últimos años, de un cambio político significativo a nivel global, un viraje poco pronunciado que nos invita a la reflexión profunda sobre las ideologías que compiten por el dominio del espacio público. De la hegemonía total de una agenda posmo-progresista deconstructiva, conocida como “movimientos woke”, estamos pasando a un auge del populismo de derecha posmoderna, con figuras como Donald Trump, Javier Milei y Giorgia Meloni liderando lo que ellos mismos denominan una “batalla cultural”. Pues bien, hoy quiero invitarlos a analizar este fenómeno, describiendo los extremos para luego proponer una vía racional intermedia que apele al sentido común, la ética, la razón y el cuidado de la dignidad humana.

La agenda progre, en sus diversas manifestaciones, ha tenido un impacto innegable en la promoción de privilegios, derechos y reconocimientos a minorías históricamente marginadas. Sus raíces se hunden en las corrientes filosóficas de la postmodernidad y la teoría crítica, que han cuestionado las grandes narrativas, las estructuras de poder tradicionales y las categorías esencialistas. La deconstrucción, concepto popularizado por Jacques Derrida, buscaba desentrañar los supuestos ocultos en el lenguaje y las instituciones, abriendo espacio para su utilización en cuanta pseudo-causa oportunista apareciera y adquiriendo prestigio por ser el marco teórico de la diversidad y la pluralidad selectiva.

Sin embargo, en su implementación, esta agenda nefasta financiada por capitales particulares, ha enfrentado críticas significativas. Una de las más recurrentes es la percepción de que ha derivado en una cultura de la cancelación o una excesiva preocupación por la “corrección política”, lo que a menudo ha sido caricaturizado como “woke”. Al respecto, el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha señalado que esta tendencia, si bien pretendidamente bienintencionada, puede llevar a una fragmentación social y a una pérdida de la capacidad de diálogo. Concretamente, Žižek afirma en “Primero como tragedia, después como farsa” (2009), que “el wokeismo se convierte en una nueva forma de censura, donde la ofensa, real o percibida, es suficiente para silenciar a cualquier voz disidente”.

Paradójicamente, pensadores ultra progres como Pierre Bourdieu, aunque no específicamente sobre el “wokeismo” contemporáneo, ya advertían sobre los peligros de una elite intelectual desconectada de las realidades populares. Bourdieu, en su obra “La distinción” (1979), nos recuerda que “la cultura dominante, con sus pretensiones de universalidad, tiende a enmascarar su carácter de cultura de clase y de poder”. La proliferación de debates identitarios insoportables y el énfasis en la deconstrucción de categorías básicas como el género o la nación, si bien pueden ser medianamente legítimos para un minúsculo reducto elitista de las universidades, han sido percibidos por amplios sectores de la población como ajenos a su realidad cotidiana y a sus preocupaciones más acuciantes, generando así una brecha enorme entre las élites progresistas que viven del curro de la agenda de moda y el ciudadano común.

En respuesta a lo que muchos consideran excesos o la desconexión de la agenda posmo-progre, ha emergido con fuerza el populismo de derecha. Como señalé al principio, figuras políticas como Trump, con su retórica de “América Primero”, o Milei con su discurso “anticasta” y “anti-izquierda”, han sabido capitalizar el descontento de sectores de la población que se sienten estafados, ignorados y amenazados por los cambios culturales impuestos por la agenda de George Soros. Por su parte, en Italia, Meloni encarna una derecha conservadora que apela a valores tradicionales y a la soberanía nacional frente a la globalización y las agendas transnacionales.

Pues bien, estos líderes se presentan como defensores de la “gente común”, frente a las vedettes globalistas y progresistas. Ahora su “batalla cultural” se centra en la recuperación de valores tradicionalistas, la defensa de la familia, la nación y la libertad individual frente a lo que perciben como imposiciones ideológicas del post-marxismo cultural. Al respecto, el politólogo holandés Cas Mudde, experto en populismos, ha caracterizado este fenómenos como una ideología “delgada” que divide la sociedad entre “el pueblo puro” y “la élite corrupta”, afirmando puntualmente en su obra “El populismo. Una brevísima introducción” (2017) que “el populismo de derecha no ofrece soluciones complejas a problemas complejos, sino que simplifica la realidad en una dicotomía moralista”.

Dadas así las cosas, el populismo de derecha no está exento de contradicciones. Si bien apela al sentido común, a menudo cae en la simplificación excesiva, la desinformación y la polarización forzada y violenta. La retórica de la nueva “batalla cultural” puede exacerbar las divisiones sociales y obstaculizar el diálogo realmente constructivo. Además, en su énfasis en la soberanía nacional y el individualismo puede, en ocasiones, ir en detrimento de la cooperación internacional y la solidaridad al interior de cada nación.

Puesto que no concibo una filosofía que sea servicial a ningún poder en particular, es necesario que pensemos, entonces, en una vía intermedia, que evite los extremos y los fanatismos interesados. Ante esta polarización, se hace urgente y necesario buscar un sentido que trascienda los polos y nos permita avanzar como sociedad. Esta vía no implica renunciar a los avances que podrían haberse dado en ciertos derechos y libertades, ni tampoco ignorar las preocupaciones legítimas de quienes se sienten desatendidos. Más bien, se trata de una aproximación que ponga en el centro al verdadero sentido común, la ética del cuidado mutuo y el uso de la razón al servicio del bien común.

El “sentido común” al que hacemos referencia no debe ser confundido con el prejuicio o la ignorancia. Se trata de la capacidad de discernir lo que es razonable y práctico en la vida cotidiana, sin caer en los extremismos ideológicos. Implica una valoración de la experiencia y la sabiduría de cada pueblo, pero también la apertura a la crítica y a la evidencia empírica. Sobre este particular, el filósofo Jürgen Habermas, con su teoría de la acción comunicativa, nos invita a un diálogo racional donde la fuerza del mejor argumento prevalezca, no la imposición de una ideología. Para ilustrar su postulado, en su obra titulada “Teoría de la acción comunicativa” (1981), nos dice que “la razón comunicativa es la capacidad de alcanzar un entendimiento mutuo a través del discurso, superando las meras estrategias de poder”.

A su vez, la ética, entendida como la búsqueda del bien común y el respeto por la dignidad de cada persona, debe ser el faro que guíe nuestras decisiones. Esto implica una ética del reconocimiento, que valore a cada uno en su especificidad, pero también una ética de la responsabilidad, que nos impele a asumir las consecuencias de nuestras decisiones y a construir una sociedad más justa para todos. En este punto, la filósofa española Adela Cortina ha destacado la importancia de una “ética de la razón cordial”, que combine la argumentación racional con la empatía y el reconocimiento de la vulnerabilidad humana”. Para describir de manera muy sucinta su pensamiento, podríamos acudir a su obra “Ética mínima” (1986), en la cual Cortina afirma que “la ética no es sólo una cuestión de principios abstractos, sino de actitudes concretas de cuidado y reconocimiento hacia los otros”.

Por su parte, la razón, lejos de ser una herramienta de dominio o imposición, es la capacidad de analizar críticamente la realidad, de buscar la verdad y de construir argumentos sólidos. Es la base para el diálogo constructivo, la resolución de conflictos y el avance del conocimiento. Pues bien, en un mundo saturado por información basura (desinformación) y post verdad (relativismo absoluto y absurdo), el cultivo de la razón se vuelve esencial para discernir entre la realidad y la ficción, y para tomar decisiones informadas y atinadas.

Por último, el elemento del “cuidado” emerge como un pilar fundamental. El cuidado de nosotros mismos, de nuestros semejantes y del planeta en el que habitamos es un asunto discursivamente avalado pero prácticamente escondido por todas las agendas políticas y educativas mundiales. La ética del cuidado, desarrollada por pensadoras como Carol Guilligan, enfatiza la interdependencia y la responsabilidad hacia los otros. En este contexto actual de polarización permanente, el cuidado implica la construcción de puentes, la escucha activa y la búsqueda de soluciones que beneficien a todos, no sólo al grupo que apoya la agenda de moda del momento. En esta perspectiva, y puntualmente en su obra titulada “In a Different Voice” (1982), Gilligan argumenta que “el cuidado implica una atención a las necesidades de los otros y una respuesta responsable a ellas, lo que contrasta con una ética de la justicia más abstracta”. Eso sí, queridos amigos, es crucial también que  tengamos el discernimiento cabal para poder distinguir entre necesidad, capricho y derecho (no son lo mismo).

El precitado viraje político, que estamos observando en este momento, desde el progresismo violento y deconstructivo al populismo, también violento, de derechas, es un síntoma de una sociedad que busca respuestas y se siente completamente desorientada. Queda claro que los extremos, si bien ofrecen narrativas claras, fáciles de memorizar y a menudo, atractivas para la gente que anda floja de papeles, rara vez proporcionan soluciones sostenibles y justas. La vía intermedia que nosotros proponemos, anclada en el bien común, la ética del cuidado y el uso de la razón, nunca fue un camino fácil (por eso nunca se impuso). Requiere de autocrítica permanente, de voluntad de diálogo y de la capacidad de trascender las trincheras de los quioscos ideológicos, que enriquecen a unos pocos y ayudan a casi ninguna víctima real. Sólo así podremos construir sociedades más cohesionadas, justas y resilientes, donde la verdadera “batalla cultural” se transforme en un diálogo enriquecedor que nos impulse hacia un futuro compartido cuyos únicos enemigos sean la estupidez y la maldad.

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