OpiniónSociedad

¿El liberalismo ha sepultado al cristianismo?

 Por Lisandro Prieto Femenía

“Aquellos que pueden hacerte creer absurdos pueden hacerte cometer atrocidades.” Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, 1763.

El catolicismo fue, durante siglos, la columna vertebral de la civilización occidental: su influencia modeló la cultura, la moral y las instituciones occidentales. Sin embargo, con el advenimiento del liberalismo y su progresiva y exitosa hegemonía, el cristianismo ha experimentado una pérdida de relevancia social y política. Pues bien, en la reflexión de hoy intentaremos explorar cómo el liberalismo, con su énfasis en la autonomía individual, el libre mercado y la secularización, desplazó al catolicismo y contribuyó a su ya visible desaparición en el mundo occidental contemporáneo.

Tengamos en cuenta que el liberalismo surgió en la modernidad, como una reacción contra el absolutismo monárquico y el orden social basado en la autoridad eclesiástica. Filósofos como John Locke (1689) defendieron la que hoy se pretende “innovadora” lucha para separar la Iglesia del Estado, argumentando que la religión debía ser una cuestión de conciencia individual, es decir, de índole estrictamente privada.

Por su parte, la Ilustración hizo lo suyo, en tanto movimiento filosófico que promovió el uso de la razón como herramienta principal para comprender el mundo y organizar la sociedad. Este enfoque, principalmente racionalista, entró en conflicto con la visión tradicional de la Iglesia católica, que sostenía la primacía de la fe y la autoridad religiosa. Numerosos pensadores se sumaron a las filas de ataque, pero Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Diderot desempeñaron un papel clave en la pretendida (y lograda) erosión del poder eclesiástico de la sociedad europea en particular y de todo occidente, posteriormente, en general.

Comencemos, pues, con Voltaire (1694-1778) y su lucha contra el fanatismo religioso, en tanto fue uno de los más feroces críticos de la Iglesia católica. Si bien no era ateo, sostenía una visión deísta que rechazaba las estructuras jerárquicas eclesiásticas y denunciaba, entre tantas cosas, el dogmatismo fanático de la religión. En su obra titulada “Tratado sobre la tolerancia” (1763), Voltaire realizó una aguda crítica a la persecución religiosa y al poder de influencia que la Iglesia tenía sobre la política: consideraba que dicha institución perpetuaba la ignorancia para imponer dogmas incuestionables y controlar la educación. También, creía que la religión debía ser una cuestión estrictamente privada, sin injerencia en la vida política y social. Particularmente en su “Diccionario filosófico” (1764), sus ataques a la Iglesia se hicieron especialmente virulentos, ironizando sobre la hipocresía de los miembros del clero y denunciando sus privilegios de casta.

Por su parte, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) tuvo una relación un poco más ambivalente con la religión. Si bien criticó a la Iglesia institucionalizada, reconoció la necesidad de una religión que sostuviera los valores morales de la sociedad. En su obra “El contrato social” (1762) planteó la idea de una “religión civil” que reemplazara a las doctrinas religiosas tradicionales. En este punto, es preciso indicar que para Rousseau, el catolicismo era incompatible con la soberanía popular, porque dividía la lealtad de los ciudadanos entre el Estado y la Iglesia. Por último, en su “Profesión de fe del vicario saboyano” (incluida en “Emilio” en 1762), defendió un deísmo, basado en la moral y el derecho natural, rechazando los dogmas revelados y la autoridad clerical.

Veamos ahora el aporte de Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), gran promotor de la separación de poderes. En su obra “El espíritu de las leyes” (1748), argumentó que el poder debía dividirse en ejecutivo, legislativo y judicial para evitar el despotismo. Esta idea influyó bastante en la pretendida separación entre Estado e Iglesia, ya que Montesquieu sostenía que la religión no debería interferir en los asuntos políticos. Si bien reconocía la importancia que tenía el cristianismo en la formación de la moral pública, aseguraba que su vinculación con el poder absoluto era peligrosa.

Por último, Denis Diderot (1713-1784), junto con Jean le Rond d’Alembert, dirigió la Enciclopedia (1751-1772), un ambicioso proyecto que buscaba sintetizar el conocimiento humano desde una perspectiva racionalista y mediante la cual atacó directamente a la Iglesia católica y sus dogmas, argumentando que la educación del pueblo debía basarse exclusivamente en la razón y no en la fe. Tengamos en cuenta que para Diderot y los demás liberales precitados, la educación ilustrada era el camino para liberar a la humanidad de la superstición y la tiranía religiosa. Pobres de ellos si supieran que cuatro siglos después, en pleno auge decadente del liberalismo posmoderno, existen personas que le rinden culto a un tik toker y piensan que la tierra es plana.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, las ideas ilustradas fueron la condición necesaria para que acontezca la Revolución Francesa (1789), que derivó en la confiscación de los bienes eclesiásticos, la supresión de órdenes religiosas católicas y la instauración del culto a la razón utilitarista. A largo plazo, estas críticas sentaron también las bases para la secularización de los Estados modernos, impulsando una desvinculación entre la Iglesia católica y el Estado, tanto en Europa como en todo el territorio hispanoamericano.

Evidentemente, este proceso de desacralización de las sociedades allanó el camino para el dominio total del liberalismo, que tomó el relevo como el nuevo paradigma organizador de Occidente, desplazando sistemática y sostenidamente al catolicismo del centro de la vida pública. Sí, tal vez estén notando que reitero y aclaro en demasía el adjetivo “católico”, pero en instantes entenderán por qué.

Ya en el siglo XIX, el ascenso del positivismo y la racionalización del mundo, impulsadas por la Revolución Industrial, debilitaron aún más el papel del cristianismo en la esfera pública. Al respecto, Karl Marx declaró en su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844), que la religión representa al opio del pueblo, planteando con ésto que la fe servía como instrumento de control en beneficio de las clases dominantes. Nuevamente, pobre Marx si supiera que el opio ahora está circunscripto al consumo masivo de pantallas de dispositivos móviles, también, en beneficio de clases dominantes que gozan de las mieles del liberalismo.

La nueva fe imperante del mundo, el liberalismo, promueve una visión ficticia del individuo como soberano de su propia existencia, lo que entra en claro conflicto con la moral cristiana basada en la idea de una ley natural y una autoridad trascendente al capricho egocéntrico. La representación filosófica más famosa de la nueva religión, tal vez, se da en el principal mentor de la ideología postmoderna, a saber, Friedrich Nietzsche, quien en su Gaya Ciencia (1882) declaró la “muerte de Dios”, anunciando la crisis de valores que seguiría a la secularización de Occidente.

El relativismo y subjetivismo moral promovido en el siglo XX debilitó aún más las enseñanzas católicas sobre el valor de la familia, la cohesión de la comunidad y el cuidado de sí y de los demás. Filósofos rentados por el imperio, como Michel Foucault, exploraron cómo las normas morales eran, según esta ideología de la disolución humana, construcciones históricas y del discurso, sujetas a cambio permanente según quién ocupe el poder en cada época. En su Historia de la sexualidad (1976), Foucault afirmó que “la moral cristiana no es más que un dispositivo de control sobre los cuerpos y deseos”, habilitando filosóficamente la posterior moral posmoderna progresista impuesta por agendas multimediáticas como las de George Soros, para también controlar los cuerpos, deseos y pensamientos de todo Occidente. De este modo, queda claro cómo la moral católica  fue gradualmente reemplazada por  éticas secularizadas y con intereses geopolíticos concretos, basadas en un discurso de “autonomía personal” que, en el fondo, no hace otra cosa que sembrar esclavos de lo políticamente correcto según el nuevo dogma.

Para lograr su cometido, el liberalismo convirtió la economía en general y el libre mercado en particular en la nueva religión imperante en occidente, en tanto que el capitalismo liberal transformó radicalmente la economía en la principal estructura de sentido de la existencia humana. Max Weber, en su “Ética protestante y el espíritu del capitalismo” (1905), argumentó que el ascenso del capitalismo estaba directamente vinculado a la secularización de la religión, al sostener que su espíritu es la racionalización de la vida, que convierte la acumulación de riqueza en un fin en sí mismo.

Ya en la posguerra, el consumismo desenfrenado y la tecnología como guía espiritual de las mentes débiles que se asombran por la avidez de novedades, desplazaron el horizonte trascendental del cristianismo a un punto de casi no retorno. Quien describe ésto con claridad es Gilles Lipovetsky en La era del vacío (1983), al señalar que esta posmodernidad frívola trajo consigo una “hipermodernidad”, centrada en el hedonismo individual y la mercantilización de la existencia humana.

Ahora bien, y llegando a nuestros días, es claro que mientras el cristianismo, y particularmente el catolicismo, fueron sistemáticamente deslegitimados en Europa, por ejemplo, la tolerancia hacia otras manifestaciones espirituales y culturales como el islam ha crecido inmensamente, en nombre del multiculturalismo políticamente correcto. Esta paradoja ha sido abordada magistralmente por Michel Houellebecq, quien en su novela Sumisión (2015) presenta una distopía no tan alejada de la realidad actual, en la que Francia acepta la sharia como parte de un acuerdo político. Para este autor, Europa ha perdido su fe cristiana y, en su desesperación nihilista, está dispuesta a adoptar nuevas formas de espiritualidad, incluso si éstas son ajenas y contrarias a su historia y su cultura. Buena suerte, queridos franceses, cuando tengan un primer ministro musulmán me cuentan qué tan “restrictivo” era el cristianismo…

La paradoja del viejo continente radica en que rechaza con asco su pasado cristiano, mientras que acepta con absurdo y ciego entusiasmo las agendas de moda y una perversa interpretación del pluralismo religioso como una clara señal de la crisis de identidad inoculada por la que están atravesando desde hace, al menos, treinta años. La explicación más sencilla de este fenómeno podría radicar en una posmodernidad progresista y liberal que ha deconstruido el metarrelato cristiano al mismo tiempo que no ha ofrecido una alternativa sólida para llenar el vacío existencial que ellos mismos se han provocado.

Como conclusión de esta humilde reflexión, sólo nos queda preguntar si esta decadente y pervertida forma de vida al servicio del liberalismo representa una derrota definitiva para el cristianismo o una crisis pasajera. Bien sabemos que el catolicismo en Occidente ha sufrido un declive evidente, y mucho ha hecho para lograrlo, pero para tratar ese tema, dedicaremos un artículo aparte. Aún así, considero que la historia muestra que las crisis religiosas han dado paso a renacimientos inesperados tras épocas nefastas de negacionismo de la dignidad humana. Autores como Alasdair MacIntyre han argumentado en “Tras la virtud” (1981) que Occidente podría volver a encontrar el sentido de la espiritualidad católica si reconoce la insuficiencia del liberalismo para proporcionar un fundamento moral estable que no reduzca a las personas a meros consumidores de bienes, servicios, espiritualidades banales e ideologías nefastas, pero, eso sí, políticamente correctas.

Si bien pareciera que el liberalismo ha desplazado la autoridad del cristianismo en la esfera pública y cultural, su capacidad para ofrecer sentido trascendente sigue siendo endeble, justamente por la exacerbada importancia que le da al individualismo y al personalismo del consumidor que se salva sólo . La pregunta que queda abierta es si Occidente buscará recuperar su raíz cristiana o si seguirá avanzando hacia una secularización total sin retorno, es decir, hacia la pérdida total de lo que queda de su identidad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *