“El espejo destrozado: autoconocimiento en la era del egocentrismo exacerbado”
Por Lisandro Prieto Femenía
“Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo” – León Tolstoi
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto urgente en nuestra sociedad actual, en la cual nos estamos convirtiendo en expertos en señalar las fallas del mundo, exigiendo transformaciones externas permanentemente mientras ignoramos el microcosmos de nuestro propio ser. En la vorágine de una cultura que glorifica la autoafirmación y la inmediatez, la máxima de Tolstoi resuena con una crudeza incómoda: se trata de una paradoja que, lejos de ser una simple contradicción, revela profundamente la crisis de autoconciencia, la ceguera voluntaria y masiva que yace ante nuestras propias sombras.
Bien sabemos que el autoconocimiento es esa búsqueda introspectiva que Sócrates inmortalizó en su lema “conócete a ti mismo” y que en este presente parece haberse convertido en una reliquia olvidada. En su lugar, erigimos altares al ego, justificando nuestras acciones con un rotundo y patético “yo soy así”, una declaración que, lejos de ser una afirmación de la identidad, se transforma en un escudo contra el sentido de la responsabilidad y el cambio de cada uno de nosotros.
La máxima socrática precitada es, sin dudas, un pilar para la filosofía occidental, y merece una exploración más detallada, porque lejos de ser una simple exhortación a la introspección, encierra una profunda comprensión de nuestra naturaleza humana y su relación con la sabiduría y la virtud. Recordemos que Sócrates, a través de los diálogos platónicos, nos invita a cuestionar nuestras creencias y prejuicios, a examinar las bases mismas de nuestras acciones y a descubrir la esencia de nuestro ser. Evidentemente, este proceso de autoexamen no es un ejercicio pasivo, sino que se trata de una búsqueda activa y constante de la verdad en general, pero sobre todo de aquella que puede percibir nuestro interior.
En el diálogo titulado “Alcibíades Mayor”, Platón expone, en boca de Sócrates, la siguiente reflexión: “¿Cómo es posible que, ignorándonos a nosotros mismos, podamos conocer lo que nos pertenece o lo que no?” Esta pregunta retórica revela la íntima conexión existente entre el autoconocimiento y la capacidad de discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto, en tanto que para Sócrates la ignorancia de uno mismo es la raíz de la mayoría de todos los males, tanto a nivel individual como social. En otras palabras, queridos lectores, es muy difícil que alguien que no se conoce a sí mismo pueda hacer algo por sus próximos, a quienes cree conocer.
El “conócete a ti mismo” implica, por lo tanto, un ejercicio de honestidad radical, es decir, una disposición para enfrentar nuestras propias contradicciones y limitaciones. Como señaló Platón en su “Apología de Sócrates”, una vida sin examen no es digna de ser vivida: no se trata de una condena a la existencia, sino una invitación a vivir de manera consciente y reflexiva, a no dejarnos arrastrar por las pasiones, las opiniones y los prejuicios de la multitud masificada en la estupidez colectiva.
En pocas palabras, lo que Sócrates nos está enseñando es que el autoconocimiento no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la sabiduría y la virtud en esta vida. Al conocer nuestras propias fortalezas y debilidades, podemos cultivar la prudencia, la justicia y la templanza, virtudes que nos permiten vivir en armonía con nosotros mismos, y por ello, con los demás: la gente que no se conoce, molesta a los demás, en su afán de escapar de dicho conocimiento. Éste planteo es sumamente importante hoy justamente porque vivimos en un mundo donde la autoafirmación y la validación externa se confunde fácilmente con el autoconocimiento, motivo por el cual la máxima socrática nos recuerda la importancia de la humildad y la honestidad intelectual que se requiere para mirar hacia adentro y poder cuestionar nuestras propias certezas y buscar la verdad en la profundidad de nuestro ser.
La cultura del ego exacerbado, alimentada por la gratificación instantánea de las redes sociales y su tristísima sensación de validación externa, nos impide cultivar dicha honestidad intelectual, virtud que nos permite reconocer cuáles son nuestras limitaciones, prejuicios y talentos reales. En este sentido, recordemos cuando Hannah Arendt señala a la “banalidad del mal” como la incapacidad de reflexionar y cuestionar nuestras propias acciones puede conducir a la perpetración de actos atroces, justificados por la simple adhesión a una “normalidad” impuesta.
Al observar el juicio a Adolf Eichmann, Arendt desentraña una verdad inquietante: el mal no siempre se manifiesta en forma monstruosa, sino que a menudo se oculta tras la máscara de la normalidad. Esta banalidad del mal radica en la incapacidad de pensar, en la adhesión acrítica a normas y en la ausencia del juicio moral. El nazi Eichmann, un burócrata común y corriente, como los que nos encontramos en las oficinas de atención al público de cualquier repartición estatal en nuestros días, no era un sádico sediento de sangre, sino un hombre que simplemente “cumplía órdenes”, sin cuestionar las implicaciones de sus actos. Esta falta de reflexión, esta renuncia a la responsabilidad individual, permitió que personas ordinarias participaran en actos de extrema crueldad, justificando sus acciones con la simple excusa de que “así se hacían las cosas”. Pues bien, tal como señaló Arendt, el problema con Eichmann era precisamente que muchos eran como él, y que muchos no eran asesinos perversos, ni sádicos, pero eran terrible y peligrosamente “normales”.
Esta normalidad impuesta, es decir, esta adhesión a un sistema moral que niega la individualidad y la responsabilidad, es precisamente lo que permite que el mal florezca. Cuando renunciamos a nuestra capacidad de pensar y juzgar por nosotros mismos, nos convertimos en meros engranajes de una maquinaria perversa y destructiva. El mal aquí es banal porque supera la mera excusa para eludir la responsabilidad y porque se nutre, no de planes malévolos, sino de ignorancia y obediencia ciega que se niega a conocer la realidad de los demás y de sí mismos.
Teniendo en cuenta lo previamente descrito, es importante que logremos comprender el vínculo entre la banalidad del mal con el autoconocimiento, porque es crucial entender que la incapacidad para pensar sobre nuestras acciones nos puede llevar a ser funcionales a la maquinaria violenta política, moral, económica y educativa que rige en nuestro presente. Cuando ignoramos nuestros propios prejuicios, motivaciones y limitaciones, somos carne de cañón de la manipulación y la justificación de actos atroces en nombre de agendas impuestas.
En este sentido, el autoconocimiento se erige como un antídoto contra la banalidad del mal, puesto que al cultivar la honestidad intelectual y la capacidad de examinar nuestras propias acciones, nos volvemos menos propensos a seguir ciegamente las indicaciones de la moda y a participar en actos que contradicen el respeto a la dignidad humana. Así como la incapacidad de pensar permitió que tanto burócratas participaran del Holocausto sin sentir remordimiento alguno, hoy nos encontramos con una humanidad alienada y ensimismada en los laberintos del anaquel virtual casi totalmente ajena a las desgracias que acontecen a metros de distancia.
Cuando nos negamos a conocernos a nosotros mismos y nos justificamos racionalizando nuestras propias acciones para evitar la incomodidad de la autocrítica, favorecemos directamente nuestra existencia al servicio de la violencia. Al no reconocernos, proyectamos nuestras miserias en los demás, convirtiéndolos en blancos de nuestra frustración: en este proceso, la violencia encuentra refugio en la falsa sensación de legitimidad que nos brinda el lema autoritario: “yo soy así, si te gusta bien y si no también”.
Al respecto, San Agustín de Hipona, con su aguda visión de la naturaleza humana, nos recuerda que la verdad y la moralidad son absolutas, no relativas a la opinión pública al afirmar que “lo que está mal, está mal aunque lo hagan todos, y lo que está bien, está bien aunque no lo haga nadie”. Se trata de un desafío a cuestionar la “normalidad” que nos impone la moda del momento, a no dejarnos arrastrar por la multitud y asumir la responsabilidad individual de nuestros actos: cuando justificamos la violencia con argumentos decadentes como “pues esto lo hacen todos” o “así son las cosas, qué se le va a hacer”, estamos renunciando a nuestra capacidad de juicio moral y perpetuando un ciclo de destrucción.
En este contexto, el autoconocimiento se convierte en una herramienta crucial para combatir la violencia. Al cultivar el examen profundo, la honestidad y la capacidad de analizar nuestras propias motivaciones, nos volvemos menos propensos a justificar acciones que contradicen nuestros valores fundamentales. Cuando Agustín nos dice “ama y haz lo que quieras”, lejos de brindarnos una licencia para la arbitrariedad, nos está invitando a actuar desde el amor y la compasión, virtudes que sólo pueden florecer en un terreno de autoconciencia y responsabilidad, tanto individual como social.
Como podrán apreciar, queridos lectores, sale a flote en nuestro análisis la violencia, la cual en todas sus formas, encuentra refugio en la autojustificación. Cuando nos negamos a reconocer nuestros propios defectos proyectamos nuestras inseguridades y frustraciones en los demás, convirtiéndolos en chivos expiatorios de nuestra propia incapacidad de lidiar con la complejidad de una existencia auténtica.
Por último, es relevante interpretar el aporte que realiza Carl Jung al respecto de nuestro tema central, sobre todo cuando enuncia “lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma”. Jung nos invita a reconocer que aquellos aspectos de nosotros mismos que rechazamos o reprimimos no desaparecen, sino que se convierten en sombras que nos persiguen y nos dominan. La negación de nuestras debilidades, miedos e impulsos oscuros nos impide integrarlos de manera saludable, lo que termina manifestándose en comportamientos autodestructivos o en la proyección de nuestras sombras en los demás.
En este último sentido, el autoconocimiento implica un acto de valentía porque la disposición a enfrentar nuestras propias sombras, reconocer nuestros defectos y aceptar nuestra humanidad en su totalidad es un camino de transformación plena, no un acto pasivo. Al abrazar nuestras miserias, podemos liberarnos de su poder y canalizar su energía de manera constructiva sin perjudicar a nadie. Esta última cita de Jung también nos recuerda que el autoconocimiento no es un ejercicio de perfección, sino de integración, puesto que se trata de reconocer que somos seres complejos, con luces y sombras, y que la verdadera transformación surge de la aceptación de esa complejidad.
No se trata de un ejercicio de autoflagelación, sino de un acto valiente que tiende siempre a la libertad: uno es libre cuando sabe quién es uno. Este ejercicio implica reconocernos en nuestra completa humanidad y también nos habilita a la humildad de saber que la mayoría de las cosas que oímos son opiniones, no hechos y la mayoría de las cosas que vemos (y que nos muestran) son perspectivas puntuales, no la verdad.
En fin, en este mundo que clama ficticiamente por cambios radicales, la verdadera revolución comienza en nosotros mismos. Sólo cuando nos atrevamos a mirar nuestro propio reflejo con honestidad y compasión, podremos construir una sociedad más justa y digna. El autoconocimiento no es un destino, sino un viaje cotidiano, continuo, una danza entre aceptarnos y transformarnos, y en esa danza, encontramos la verdadera libertad.