“Desprestigiando el parloteo innecesario”
Por Lisandro Prieto Femenía
Marge: “Oh Maggie, ¿cuándo vas a hablar?” Lisa: “No la presionen, recuerden que es mejor guardar silencio y ser tomado por tonto, que abrir la boca y despejar las dudas” Homero en su mente: “Mmm, ¿qué quiere decir eso? Di algo o van a creer que eres idiota” Homero a su familia: “A lo hecho pecho…” Los Simpson, Episodio 10, Temporada 04
Hace un año publiqué un artículo titulado “Combatiendo la estupidez con silencio”, en el cual defendía la importancia del silencio como herramienta indispensable para el desarrollo del pensamiento crítico y la autoconciencia. Según mi análisis, el silencio nos permite reflexionar sobre nuestras ideas y creencias, y nos ayuda a desarrollar una mayor comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto complementario al precedentemente señalado, a saber, el problema de la dictadura social del “tener que decir algo”. En esta era de la información permanente, donde el flujo de datos es constante y la necesidad de opinar sobre cualquier cosa parece ser una exigencia social, nos encontramos inmersos en un régimen del ruido fónico bucal que suena permanentemente, pero nada dice.
El bombardeo de información de dudosa procedencia y la inmediatez de las redes sociales no han hecho otra cosa que exacerbar esta necesidad de manifestarse, a menudo sin la reflexión adecuada mediante. Pero, es importante que nos preguntemos, ¿cuánto de lo que decimos a diario es realmente nuestro, propio, y cuánto es una mera repetición de lo que los medios y la sociedad esperan de nosotros? ¿Es posible escaparse de esta necesidad patética de querer encajar en una conversación constante? Pues bien amigos, como bien saben, filosofar es dudar, y éstas son sólo algunas de las preguntas que guiarán nuestra reflexión.
La idea previamente señalada se relaciona con la importancia del silencio sobre la “dictadura del decir”. El silencio no es solamente una ausencia de sonido o ruido, sino una oportunidad fantástica para la aparición del pensamiento profundo y la introspección: al callar, podemos liberarnos de la presión de tener que opinar sobre todo y de la necesidad de “ser parte” en las conversaciones banales y constantes con las que tenemos que convivir.
El primer aspecto que tenemos que señalar hoy, es el terrible miedo al silencio. Nietzsche afirmaba que la mayoría de las opiniones que circulan no son más que prejuicios disfrazados de pensamiento y, en efecto, la necesidad de hablar constantemente puede ser, en el fondo, un miedo al silencio, porque en él nos enfrentamos a nosotros mismos, a nuestras dudas y contradicciones. Tengamos en cuenta que el silencio nos obliga a pensar, a cuestionar nuestras propias creencias y a hacernos cargo de nuestra existencia. Es por ello que, cuando vean a una persona insoportable que siempre tiene una opinión para cualquier tema que aparezca, se darán cuenta que en el fondo, es la más idiota del salón. Pero aquí cabe preguntar, ¿cuánto de lo que decimos está realmente fundado en nuestro pensamiento y no en una opinión ya masticada por otros? ¿Cuánto de nuestro discurso está teñido por el miedo a no encajar, a ser diferentes, a no ser aceptados? Pues bien amigos, si la sociedad considera como modelo a seguir el prototipo de idiota que jamás se calla, será recomendable no querer encajar allí.
Es innegable, de todos modos, que ese temor a ser dejados de lado produce cierta angustia en muchas personas. Para Kierkegaard, el individuo auténtico se enfrenta a la angustia de pensar por sí mismo, mientras que la multitud se refugia en el ruido de la opinión colectiva. Hoy, la presión por opinar sobre todo no es más que un síntoma de la desesperación de pertenecer, de ser reconocido por los demás: no decir nada, en este contexto, se ha convertido en un pecado social, una forma clara de exclusión. Pero, ¿no podría ser el silencio una forma de resistencia, de afirmar la propia individualidad frente a la presión del grupo? ¿No podría ser una manera de decir “no” a la uniformidad y al pensamiento hueco y “único”?
Lo que hasta aquí hemos descrito sería incomprensible si previamente no analizamos la característica propia de la sobreexposición de las sociedades actuales. Al respecto, Byung-Chul Han describe cómo, en esta era digital, el silencio es interpretado como irrelevante. Y sí, porque en una sociedad donde todo se sobreexpone, el individuo siente la obligación de exhibirse en los escaparates virtuales y manifestarse sobre cualquier tema, incluso sin comprenderlo. Pero es preciso indicar aquí que estar siempre expuestos no es, ni cerca, libertad, sino un nuevo tipo de servidumbre y esclavitud voluntaria. La necesidad de “tener algo para decir” nos lleva a la superficialidad y a la banalización del discurso público en el que los que nos estamos habituado a “hablar por hablar”, nos sentimos bastante incómodos. En este contexto, no me queda duda alguna de que el silencio se convierte en un acto sumamente subversivo, una forma de recuperar la capacidad de escuchar y de pensar.
Recordemos también a Heidegger, quien por su parte nos invita a reflexionar sobre la relación existente entre el lenguaje y el ser. Para él, el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación, sino también una forma de ser en el mundo. Desde esta perspectiva, el silencio no es la ausencia de lenguaje, es decir, de significado, sino una forma diferente de lenguaje, una manera de escuchar el llamado del ser. Ahora bien, es preciso que realicemos aquí una contraindicación: como en el caso de Heidegger, que jamás se pronunció respecto a su responsabilidad en tanto miembro del partido Nazi alemán. Esos silencios no son productivos, porque encubren injusticias y evaden responsabilidades vitales.
También podemos acudir a Wittgenstein, quien en su Tractatus afirmaba que “de lo que no se puede hablar, es mejor callar” (en criollo, “calladito te ves más bonito”). Esta sentencia no es una invitación al silencio absoluto o a la censura, sino una reflexión sobre los límites del lenguaje y del conocimiento en tanto que hay cosas que no se pueden decir con palabras, pero que pueden ser mostradas a través del silencio. Asimismo, es crucial traer esta reflexión al presente, en el que parece que se le otorga prestigio a cualquier diletante estafador que habla bonito y floreado en lugar de cederle la palabra a quienes son realmente especialistas en los temas concretos. Si cualquier pavo puede hablar, y además recibe micrófono, atril y cámara, los sabios, lamentablemente, deciden callar.
Ahora bien, ¿qué lleva a una persona a sentir la necesidad de hablar sin parar? ¿Cuáles son las motivaciones que impulsan a alguien a llenar cada espacio de su vida con conversaciones banales? ¿Por qué algunas personas consideran “prestigioso” no callarse jamás? ¿Qué impide en estas personas la aparición de la prudencia del silencio oportuno? Podríamos explorar diversas respuestas a estas preguntas. En primer lugar, la necesidad de hablar sin parar puede ser una clásica manifestación de resentimiento e inseguridad. Algunas personas pueden sentir que sólo son valiosas o interesantes si están constantemente hablando, como si el silencio las volviera invisibles o insignificantes.
En segundo lugar, hablar tonterías compulsivamente puede ser una forma de evitar el encuentro con uno mismo, en tanto que el silencio se torna incómodo porque nos obliga a confrontar con nuestros propios pensamientos, sentimientos y miedos. Al hablar constantemente, aparte de molestar a todos los que los rodean, algunas personas pueden estar tratando de distraerse de esta introspección y evitar la angustia que puede surgir de ella. En tercer lugar, parlotear sin sentido podría ser también una manera de buscar validación externa. Al hablar, algunas personas, sobre todo las más inseguras y violentas, pueden estar buscando la aprobación y el reconocimiento de los demás, porque sienten que su valor depende de la atención que reciben y de la respuesta que obtienen de su público.
También, en cuarto lugar, podemos considerar que este hábito insoportable podría deberse a una forma triste de ser-en-el-mundo. Sí, triste, porque algunas personas confunden ser extrovertido y comunicativo con ser invasivo y maleducado. Se trata de seres humanos que, al abandonar la habitación, pareciera que se haya apagado el extractor de la cocina y el temblequeo del secarropa: no, no es un talento o una característica de la personalidad, es falta de respeto, como cuando las motos no tienen silenciador y nos aturden. No se trata de personas que disfrutan hablando y compartiendo sus ideas y experiencia con los demás, sino de sujetos a los cuales no les interesa la comunicación efectiva con los demás, sino sólo ser escuchados. En este sentido, queridos lectores, la prudencia del silencio puede ser el antídoto contra la necedad de hablar sin parar. Al aprender a valorar los silencios, podemos librarnos de la presión de tener que llevar cada espacio con palabras y podemos crear un espacio particular para la reflexión, la introspección, el aprendizaje y la escucha.
Para concluir, les ofrezco una serie de interrogantes que posibiliten la apertura al pensamiento crítico. En primer lugar, ¿cuántas de las opiniones que decimos son nuestras han nacido de la reflexión y cuántas del miedo al silencio? En segundo lugar, ¿podemos escapar de la patética necesidad de encajar en la conversación constante? En tercer lugar, ¿qué pasaría si aprendiéramos a valorar el silencio tanto o más como la palabra? La idea de plantear estas preguntas se sustenta en la necesidad de invitarlos a una reflexión personal, a cuestionar nuestras propias motivaciones para hablar y a valorar el silencio como herramienta prudente ideal para el desarrollo del pensamiento crítico y la conexión tanto con uno mismo como con los demás.
Tal como señaló Pascal, “la infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”. Tal vez ya sea el momento de recuperar el valor del silencio, de aprender a escuchar nuestra propia voz y la del mundo que nos rodea y de dejar de lado la dictadura del “tener que decir algo” y de abrazar la libertad del silencio, la cual nos habilita a decir lo que es necesario y conveniente decir. Queda claro que el silencio puede ayudarnos a conectarnos con los demás de manera auténtica, porque escuchar en silencio muestra respeto por lo que dicen los demás y crea un espacio de diálogo verdadero. Eso sí, es necesario que normalicemos huir de los idiotas que sólo quieren ser escuchados y que no tienen la menor intención de intercambiar ideas significativas y de compartir con prudencia los silencios necesarios para una auténtica comunicación.
Sí, lo sé, la caterva de imberbes, que cada vez crece más, han puesto de moda considerar al silencio como un signo de debilidad. Pero, si hoy hemos aprendido algo, es que se trata de una fuente de fortaleza, puesto que al aprender a valorar los silencios podemos desarrollar una mayor capacidad para pensar, reflexionar y aprender a conectarnos con quienes realmente merecen ser escuchados.