“Degustar o deglutir la vida”
Por Lisandro Prieto Femenía
Martin Heidegger (1889-1976) caracterizó lo que él llamó “existencia inauténtica” mediante un rasgo fundamental del “ser-ahí” (nosotros), al que nominó “avidez de novedades”. Se trata de un interés permanente (e insoportablemente esclavizador) de buscar “lo nuevo”, la primicia, lo más reciente, es decir, vivir una vida en estado de “actualización permanente”. Pero a diferencia de los dispositivos móviles, que de no actualizarse dejan de funcionar correctamente, los seres humanos si evitamos ese tipo de existencia, podemos vivir perfectamente, e incluso mejor.
¿De qué sirve la moda, la tendencia, el best-seller del momento, la novedad? Sirve. Sí, sirve. Su utilidad radica fundamentalmente en lograr que no nos detengamos a reflexionar sobre absolutamente nada, experimentando una inautenticidad placentera que nos permite tratar solamente la superficie de las cosas y jamás su fondo, su profundización y razonamiento cabal. Sirve, para evitar pensar demasiado. Una persona obsesionada únicamente por la noticia del día, el lector serial de memes y de “primicias” de vidas de los otros difícilmente se tomará el tiempo de detenerse a reflexionar sobre el significado de aquello que consume con tanto placer. José Pablo Feinnman caracterizó, en su interpretación de Heidegger, a ese estado existencial definido por ese estar pasando de una cosa a la otra de forma acrítica con el adjetivo de “errancia” (del latín “errantis”, que no da con el blanco, que divaga, equivocarse y fallar). Contrariamente al modo de vida zombi (alienación de conciencia), el pensador alemán recomendaba “estar en guardia” ante la habladuría y la curiosidad invocada por la intrascendencia que representa el consumo innecesario de bienes materiales y culturales vaciados completamente de sentido.
Ahora bien, ¿es posible escapar a la cegadora fuerza de atracción de la avidez de novedades? Previamente dijimos que es necesario hacerlo, pero la posibilidad de hacer caso omiso y resistir a esa existencia no resulta nada fácil. Al estar insertos en un mundo (ser-entre-otros) naturalmente tendemos a acomodarnos, mimetizarnos, o al menos acostumbrarnos de alguna manera al acontecer de la época en la que nos toca vivir. Sólo es posible hacer una lectura crítica de nuestro tiempo siendo conscientes de nuestra temporalidad: Heidegger nos interpela a pensar nuestra finitud para ser conscientes de aquello que realmente vale la pena y poder así distinguir lo necesario de lo accesorio.
Pero antes de referirnos a la finitud como concepto esencial (no sólo de la filosofía), nos detengamos a pensar sencillamente en nuestro tiempo, y cómo lo percibimos. Si hay algún rasgo general con el cual podemos caracterizar nuestra percepción del tiempo es la instantaneidad, representada fielmente por internet y su implacable velocidad: nos parece que todo circula al instante inmediato de ser hecho o dicho (o, en sociedades de control permanente, de ser grabado y publicado). Lo que se perdió por el modo de vida preponderante de la prisa es la valoración propia del “trayecto”, el “mientras qué” (o “mientras tanto”), el proceso, el tiempo real que se insume y se vive para llegar a algo. Eso sí, a no confundirse, cuando decimos que es crucial prestar atención al proceso temporal pretendidamente borrado por la banalidad de las novedades no nos referimos en absoluto a lemas como “la vida es eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes” (John Lennon). Es más, me animo a expresar que el pensar nuestra finitud desde una mínima pretensión de autenticidad existencial es todo lo contrario: es la falta de proyecto (lo que el hipismo denosta llamando “planes”) lo que nos ha llevado a las cercanías del vaciamiento de sentido en nuestras vidas individuales y como sociedad (PD: es muy fácil vivir sin planificar cuando uno tiene resuelta su condición económica).
Un rasgo muy propio de nuestras sociedades actuales, atravesadas por los signos del “progreso”, es una pérdida que experimentamos (seamos o no cabalmente conscientes) y es que nuestro tiempo no da lugar a las experiencias. En este punto es interesante el planteo que nos regala Reyes Mate, quien nos dice que vivimos en una época en la que recolectamos vivencias, pero no tenemos experiencias: al finalizar nuestra jornada tenemos un cúmulo de información, provista por cuanto medio sea posible (radio, TV, periódicos, redes sociales, etc.) pero jamás llegamos a procesarla justamente porque sentimos que no tenemos tiempo. Mientras que las vivencias son golpes instantáneos, la experiencia es un proceso dirigido por el sosiego que logra integrar, con sabia perspectiva, lo que vemos o vivimos (no en vano, en culturas que aún perduran a pesar de todo, la vejez es caracterizada por ese temple, que sólo es posible por intermedio de la experiencia).
De la misma manera que es necesario masticar correctamente y degustar apropiadamente un buen platillo, la vida (temporalidad) requiere de experiencia para ser vivida apropiadamente. Y ese vivir apropiado tiene que ver con no transcurrir, no pasar, no llevar a viejos con una vida llena de nada en nuestro haber. Tomarse el tiempo de aprender un oficio o simplemente de desmenuzar una buena película dista bastante del modo de vida propio del consumo de tutoriales para pelar papas y de las maratones de series en un día. Podrán apreciar esto, queridos lectores, si hablan con alguien mayor, es decir, que vivió su juventud sin Netflix ni YouTube, sobre alguna obra en particular: tendrán clara noción de los diálogos fundamentales, el contexto histórico de la trama y de la época en la que fue estrenada, recordarán fielmente gestos y frases completas. Ello fue posible porque no tragaban, sino masticaban y disfrutaban bocado a bocado la obra de arte, y la vida en general, o al menos lo intentaban.
No queda duda que nos ha tocado estar vivos en un tiempo que tiene muchísimas ventajas, pero, como dice Reyes Mate, hemos perdido la capacidad de gestar experiencias justamente porque hemos optado por atorarnos de vivencias que se acumulan de prisa al extremo absurdo de sentir realmente que no tenemos una gota de tiempo, que vemos agotarse no a la velocidad del reloj de arena, sino de internet, el sumo representante fáctico de la instantaneidad. El peligro aquí radica en que los “baches de tiempo” que quedan entre lo que queremos hacer y lo que terminamos haciendo son considerados un desperdicio, una pérdida de tiempo: entenderán esto todos aquellos lectores que de niños hayan realizado un viaje largo en coche, sin tener en vuestras manos una Tablet, un móvil o un Ipod, motivo por el cual no nos quedaba otra opción que recurrir al diálogo entre los ocupantes del cubículo y la contemplación de una realidad externa (paisaje) o, en el peor de los casos si viajábamos en soledad, solíamos transportar material de lectura (y algunos cargábamos cuaderno y pluma, por si se nos ocurría plasmar nuestras ideas en un papel, no en Twitter).
¿Qué hemos ganado viviendo en el paradigma de la velocidad sin límite? ¿Si tardamos menos en hacer algunas cosas que antes nos demandaban más tiempo, por qué sentimos que no tenemos tiempo? Sin tiempo para la reflexión, sin tiempo para pensar ¿qué trato le damos a la muerte? Y con esto retomamos a Heidegger, y su obsesión por pensar nuestra finitud como carácter esencial del ser-ahí, porque la muerte representa la aniquilación de todas nuestras posibilidades. Si hemos nacido para vivir, pero la vida en sí misma debería ser una preparación para la muerte (y la muerte es parte de la vida) ¿por qué nuestra cultura pretende borrarla?
Invisibilizar la posibilidad de la muerte, que revela nuestra finitud (existenciario capital para comprendernos como seres inmerso en un mar de posibilidades), no logra otra cosa que la distracción permanente (“errancia”), tan necesaria para tenernos cautivos en un círculo interminable de consumo innecesario y de incesante irreflexión, motor de nuevas economías que ya no esclavizan en las fábricas (solamente) sino también mediante modos de vida que exprimen nuestra temporalidad, nos alejan de la comunidad y nos individualiza en una pantomima vacía llamada “aldea global”, donde todos creemos tener voz y nadie dice absolutamente nada que impacte significativamente en nuestras vidas y en la de los demás (y así nos va).
Pues bien, como siempre hemos señalado, la filosofía nos invita en esta oportunidad a vivir por uno y por los demás siendo conscientes que vale la pena poder expresarse por cuenta propia y no bajo el imperio del “se dice” propio de las habladurías ni la sujeción coercitiva de la presión propia de la “vida actualizada” de la avidez de novedades. Nadie puede morir por nosotros, y nadie puede vivir en nuestro lugar. Por más distracciones agradables que se presenten, la vida es fáctica, única, finita y jodidamente efímera y si no pretendemos hacer un mínimo esfuerzo por saborearla, sólo nos queda tragar, a saber, vivir una vida llena de nada, ¿suena horrible verdad? Pues es devastadoramente común. Piénsalo.