OpiniónSociedad

“Brújulas sin cielo en un mundo de lobos: Manual de resistencia para el 2026”

Por Lisandro Prieto Femenía

« ¿Y si renunciamos a la esclavitud voluntaria? Quizás allí, en ese acto de desobediencia ontológica, resida la última posibilidad de recuperar nuestra humanidad en un tiempo que nos prefiere autómatas». – Lisandro Prieto Femenía, marzo de 2025.

El año 2025 se extingue para mí no como un simple segmento cronológico, sino como el testimonio de una fractura ontológica en la estructura de nuestra civilización. A lo largo de este ciclo, mi labor de escudriñar la realidad ha dejado de ser un ejercicio académico para transformarse en una urgencia de vigilia: lo que he sentido en juego es la supervivencia de la facultad de juzgar en un mundo asediado por el estupor. Los sucesos analizados —desde el silenciamiento de periodistas en Gaza hasta la orfandad judicial en Argentina— nos sitúan en un escenario donde la razón ha dejado de ser brújula para convertirse en un susurro frente al estruendo de la intolerancia. Esta orfandad de sentido me ha obligado a interrogar a un tiempo que ha renunciado a la profundidad en favor de una superficie mediática donde el horror se consume con la indiferencia de quien ha perdido su centro de gravedad moral.

La crisis educativa que he denunciado no es una falla técnica, sino un proyecto de desarticulación del sujeto. Al preguntarme “¿Por qué destrozaron la calidad educativa?”, identifiqué una miopía deliberada que busca convertir el aula en un centro de instrucción funcional. Como sostiene Hannah Arendt en Entre el pasado y el futuro (1993), «la educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él» (p. 201). Sin embargo, lo que observo es un desamor por el mundo: una pedagogía del descarte que ensaña con la sensibilidad de los niños e invisibiliza la discapacidad, tratando la vulnerabilidad como una anomalía del sistema. Esta “miopía educativa” que he criticado en los ministros de turno no es otra cosa que el abandono de la formación del carácter en favor de una tecnocracia vacía.

Como planteé en “¿Y si no todo es una construcción del lenguaje?”, el intento de disolver la realidad biológica en relatos ideológicos ha dejado a las nuevas generaciones en una esclavitud voluntaria. Esta deshumanización técnica encuentra su eco en la perversión de la justicia argentina. Al abordar el caso de Alejandro Otero y las falsas denuncias, expuse cómo la justicia, al abandonar la presunción de inocencia por el relato, incurre en una tecnología de poder que ya no busca la verdad, sino la gestión de la culpabilidad social. En este contexto, la orfandad judicial que sufren los inocentes es el síntoma de una sociedad que ha reemplazado el derecho por la ideología, convirtiendo el dolor humano en una estadística funcional para el aparato estatal.

En el terreno de lo público, el 2025 ha revelado el rostro más sombrío de la política: la legitimación de la violencia como herramienta de control. Mi análisis sobre el “ataque a periodistas en Gaza” no fue una crónica de guerra, sino una denuncia sobre el asesinato de la mirada. Al silenciar a periodistas de Al Jazeera, se busca aniquilar la ética de la guerra, esa que separa la defensa legítima de la masacre indiscriminada. Esta violencia se conecta con el “asesinato de Charlie Kirk”, donde la desaparición del espacio de diálogo precede a la eliminación física. Como advirtió Arendt, la violencia aparece precisamente allí donde el poder —entendido como la capacidad de actuar en concierto— se desvanece, dejando en su lugar solo la fuerza bruta del exterminio.

He denunciado la resurrección del “macartismo y la persecución a la disidencia”, donde el anticomunismo rancio opera como mordaza. En mi análisis sobre “poder y ciudadanía”, señalé el divorcio abismal entre la élite y el pueblo: los gobernantes ya no escuchan la angustia de los gobernados, sino que administran su hambre e inseguridad mediante operativos policiales que muchas veces terminan en matanzas injustificadas. Geopolíticamente, el drama de “Venezuela” y la “sumisión europea” confirman la fatiga de Occidente. Como advierte Michel Houellebecq en su obra, la sumisión es el síntoma de una cultura que se avergüenza de su pasado y claudica ante ideologías teocráticas por pura inercia existencial. Esta “fatiga de ser” europea es el espejo donde debemos mirarnos antes de que nuestro propio desprecio por las raíces nos deje a merced de la barbarie.

Este panorama se agrava con el declive intelectual de la razón eclesiástica. He denunciado una tibieza institucional que abdica de la Verdad en favor de una corrección política funcional al sistema, dejando a los fieles en un desierto de sentido. Aquí cobra vigencia mi pregunta: “¿Y si leemos bien a Nietzsche?”. El nihilismo pasivo es lo que permite que el “bodrio” cultural sustituya al arte y que la masa elogie a los imbéciles. Friedrich Nietzsche advertía que el nihilismo es la desvalorización de los valores supremos; cuando el templo se corrompe y el logos se retira de la jerarquía, el hombre queda a la intemperie, vulnerable a cualquier forma de fanatismo que prometa un orden ficticio.

Ante esta vacuidad, he reivindicado la “filosofía y la literatura” como las únicas revoluciones de paz capaces de sostener la libertad frente al autoritarismo. La palabra literaria, cuando es honesta, actúa como un disolvente de las mentiras ideológicas, permitiéndonos recuperar la capacidad de asombro y la autonomía de pensamiento. La verdadera libertad no se encuentra en las urnas que administran la miseria, sino en la profundidad de un texto que nos obliga a confrontar nuestra propia finitud. Esta resistencia desde la palabra es lo que he intentado sembrar en cada artículo, entendiendo que la cultura es el último campo de batalla donde todavía es posible defender la dignidad de lo humano frente al avance de lo autómata.

Frente al abismo de la razón posmoderna, propuse una “interrupción de la carne”. En mis reflexiones sobre la Natividad y el Pesebre, planteo que la Navidad es un acto de resistencia ontológica. La Encarnación es el recordatorio de que no somos construcciones del lenguaje ni peones geopolíticos; somos carne que sufre y ama. El Pesebre es la antítesis de la “intolerancia salvaje”: allí, la fragilidad de un recién nacido desafía la omnipotencia de los imperios modernos. La Navidad, leída desde esta profundidad, nos exige un cuidado del otro que va más allá de la filantropía liberal; es un compromiso absoluto con la vida en su estado más puro y desprotegido.

En este sentido, rescaté la “rebeldía en Nepal”: una juventud inspirada en Albert Camus, quien en El hombre rebelde (1951) afirmaba que la rebeldía es el movimiento que afirma la solidaridad humana. « ¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si se niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento». Esta juventud nepalí, al igual que los que resisten la impunidad en Argentina o el genocidio en Gaza, representa la afirmación de que existe un límite que el poder no puede traspasar sin destruir su propia legitimidad. La rebeldía es la respuesta vital ante el absurdo de un sistema que pretende legislar sobre nuestra propia esencia carnal.

Finalmente, mi propuesta de una “brújula sin cielo” se nutre de este misterio: es la conciencia de nuestra finitud, el “ser-para-la-muerte” de Heidegger, lo que otorga peso a nuestra exigencia de justicia. La recuperación de la “Madre” como matriz biológica y espiritual es la defensa de la realidad frente a la quimera técnica que pretende rediseñarnos. Si el 2025 ha sido el año del naufragio de la palabra pública, debe ser también el año en que aprendamos a hablar de nuevo desde el silencio del Pesebre, desde la verdad de la carne que no miente y desde la rebeldía que se niega a aceptar la nada como destino.

Al cerrar este anuario, las preguntas son un imperativo existencial: ¿Es mi denuncia de la impunidad judicial y del asesinato de periodistas en Gaza un grito que puede horadar la sordera de un sistema que se ha vuelto verdugo? Si la justicia ha abandonado la presunción de inocencia y la política ha abrazado el exterminio bajo operativos militares en barriadas, ¿qué espacio nos queda para la libertad más allá de la rebeldía camusiana?

¿Es posible que la “esclavitud voluntaria” denunciada en marzo se haya vuelto el tejido mismo de nuestra cotidianeidad bajo el peso de la desinformación sistémica? ¿Podemos hablar de una brújula moral mientras el desamparo del alma es administrado por gobernantes que nos prefieren armados los unos contra los otros o sumidos en el macartismo? No obstante, persiste una luz. Mi esperanza para el 2026 no reside en salvadores externos, sino en la capacidad de reconstruir la comunidad desde la verdad de la carne y el coraje de nombrar al mal por su nombre.

¿Tendremos el valor de habitar la desolación con la dignidad de quien sabe que la defensa de lo humano es la única tarea que justifica el aliento? Quizás el mayor impacto emotivo de mi labor sea descubrir que, a pesar de la claudicación de las instituciones y la violencia de los poderes globales, aún somos capaces de indignarnos ante la impunidad y de arrodillarnos ante el misterio del Pesebre. Esa es nuestra última frontera: la negativa a ser nada en un mundo que nos invita, cada día, a desaparecer.

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