“Analizando la imprudencia del remordimiento”
Por Lisandro Prieto Femenía
“He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz(…)”. J.L. Borges, “El hacedor” (1960)
Hoy quisiéramos invitar a nuestros lectores a adentrarnos en las oscuras profundidades de uno de los sentimientos más catastróficos que puede tener un ser humano: el remordimiento. No es casual que tomemos el poema de Borges como referencia literaria y filosófica para tratar de comprender un concepto que atraviesa la existencia de todo mortal que se ha dignado a intentar pensar.
El vocablo “remordimiento” nos llega desde el latín tardía “remordimentum” y anteriormente de “remordere“, un verbo que hace clara mención al acto de morder nuevamente, una y otra vez. Cuando sentimos esa angustia propia de lamentarnos por no haber dicho algo en su momento, o haber actuado como se debía, masticamos nuevamente ese instante de nuestra vida bajo el tamiz del arrepentimiento. Cuando esa porción vivencial regresa en forma de recuerdo, nos produce un malestar interior, así, como si nos mordiera algo que sirve de auto notificación para constatar que dejamos pasar una oportunidad.
Pero en este caso particular, tomamos el poema de Borges porque de lo que se arrepiente es de no haber sido feliz, o en otras palabras, de no haber tenido el valor de intentar siquiera buscar la felicidad, describiendo la cobardía como el modo de vida apropiado de los desdichados que optan por temor o por intencional omisión la posibilidad de penar en lugar de disfrutar del único elixir de la vida: el tiempo y su sentido de búsqueda de la utopía de la felicidad, que jamás se encuentra, pero que dignifica en el andar.
“Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados(…)”
Posteriormente, hará mención al rol que cumplen “los glaciares del olvido”, que se encargar de arrastrar despiadadamente a la perdición del fondo de la temporalidad que mientras se renueva en su presente constante, aniquila y borra todo aquello que no es digno de ser recordado. Y créanme, amigos lectores, una vida que jamás intentó siquiera buscar la autenticidad mediante la persecución de la dignidad que da la felicidad, es muy proclive a inscribirse en las existencias destinadas al olvido.
“Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad”(…)
Si pensamos por un instante qué quisiéramos que nuestros hijos logren en la vida, más de un posmo confundido dirá “que se desarrolle profesionalmente”, “que gane buen dinero”, “que tenga su casa y su carro”, “que viaje por el mundo”, “que conozca personas influyentes e incluso que se convierta él en una persona sumamente influyente”, o en otras palabras “que sea famoso”, etcétera. Si, los hay, y abundan. Pues no, por ahí no va la cosa. Todo padre y toda madre que hagan real honor a su título vital, sólo quieren que sus hijos sean felices: ojo, no confundan “que no sufran”, a que sean verdaderamente personas felices. Y para que ello suceda, los padres depositan en sus críos una cantidad desproporcionada de fondos de esperanza, con créditos ostentosos de cuidado y cariño a tasa cero, más toneladas de materiales y capitales culturales y vitales que sirvan de sustento para que nuestros pequeños, desde ahí, se animen, en plena libertad, a dar el salto correspondiente. Pues bien amigos, esa “joven voluntad” de los padres, incluso de aquellos que han llegado al ocaso de la existencia portando arrugas y canas, no se apaga más. Existe en nosotros, los que consideramos sacra la vida que hemos engendrado y amado, una esperanza hasta nuestro último aliento de ver felices a nuestros hijos, como símbolo de la concreción de una existencia que sólo para eso, tuvo sentido.
“Me legaron valor. No fui valiente. No me abandona.
Siempre está a mi lado. La sombra de haber sido un desdichado”.
Justamente por ello, ni las mieles el supuesto éxito que acarrea el progreso acumulativo material, ni el estatus social, ni el poder político, nada, pero absolutamente nada de ello sirve de algo cuando constatamos en la mirada de un viejo la tristeza profunda que produce el vacío de sentido que devela la infelicidad de sus hijos, quienes “entretejiendo naderías” y amando “porfías” o insistentes monerías existenciales, viven sin dase por enterados qué es realmente existir.
Es cierto, no a todos nos han “legado el valor” que se requiere para intentar optar por la vida digna que busca y construye sentido con la felicidad como eje conductor de una valentía que se encuentra permanentemente atacada por la imperiosa necesidad de un mundo que nos quiere atomizados, opacados, silenciados y distantes. A veces “no somos valientes” justamente porque nos convencieron que “tener valor” es propio de los débiles que creen en moralinas que sirven para juzgar. Y si hay algo que se está prohibiendo cada vez más, estimados amigos mortales, es la capacidad de juzgar y de tener criterio propio, puesto que ello sinceramente nos haría “desdichados” y nos enrolaría en las filas de aquellos que no quieren ser masa, sino parte constitutiva, que no quieren ser “constituidos por”, sino “constituyentes de”.
Visto así, bienvenidos sean los “desdichados”, los excluidos, los despedidos, los silenciados, los molestos, los segregados y separados, los parias, los nerds y los freeks, puesto que son ustedes quienes tuvieron el valor y el hermoso coraje de vivir de tal manera que, al final de sus días, no tengan que lamentar el tan patético pecado existencial de ni siquiera haber intentado transitar los caminos de la utopía que representa el sentido de la felicidad. La sombra desdichada quien que vivió una vida llena de nada, difícilmente será percibida, puesto que quien orgullosamente transita vulgar y banalmente el camino, regocijándose de las formas y jamás buscando el fondo, hace de sí mismo sombra de un merecidísimo olvido.