80 años de un modelo sindical único en el mundo

El 2 de octubre de 1945, mientras la primavera porteña asomaba entre las tensiones políticas y sociales, el Poder Ejecutivo sancionó el Decreto-Ley 23.852/45. Faltaban apenas quince días para que el país viviera el 17 de octubre, esa jornada fundacional que la memoria nacional reconocería como el nacimiento del Movimiento Justicialista. La proximidad no fue casual. A esa altura, Juan Domingo Perón había convertido a la Secretaría de Trabajo y Previsión en un laboratorio político y jurídico, donde cada norma significaba mucho más que un ajuste técnico: se trataba de reorganizar el conflicto social en clave de comunidad, de transformar la protesta en derechos, de otorgar sin prometer y de dar a los trabajadores un lugar estable dentro del entramado institucional y en la historia nacional.
El decreto fue mucho más que un texto legal. Representó la columna vertebral de un nuevo derecho colectivo del trabajo, un modelo sindical que marcaría a la Argentina durante las siguientes ocho décadas. Se trataba de algo inédito: una democracia comunitaria de base laboral, donde la organización obrera se vinculaba y concurria con el Estado sin ser absorbida por él, y donde los sindicatos adquirían prerrogativas propias —negociación colectiva, salud, educación, turismo social, internacionalismo obrero— que los colocaban en el corazón mismo de la vida de la Nación.
El eje central fue la personería gremial. En un país con libertad sindical de inscripción amplia, esa figura otorgaba derechos exclusivos al sindicato más representativo dentro de cada rama de actividad. Lejos de ser un monismo impuesto, era un incentivo: sólo si la organización lograba mayoría real, podía negociar en nombre de todos. Esa fórmula permitió articular libertad y eficacia: cualquiera podía inscribirse, pero la voz colectiva correspondía al que lograba mayor representatividad. Como explica Abós (1989), el sistema evitaba la fragmentación del poder de los trabajadores sin cercenar el pluralismo, alejandose asi de la pluralidad retorica de los liberales y del dirigismo autoritario de las experiencias corporativas, a contrario sensu, nuestro modelo de “unicidad promocionada” como se dice técnicamente lograba armonizar los extremos.
Pero para entender cómo se llegó a ese decreto, hay que retroceder un poco. Cuando Perón asumió en el Departamento Nacional del Trabajo, en 1943, el sindicalismo argentino estaba dividido en tres centrales: la CGT 1, la CGT 2 y la USA (Unión Sindical Argentina). La CGT 2 estaba conducida por el Partido Comunista y pronto entró en conflicto con Perón; de hecho, algunos de sus dirigentes terminaron detenidos. Las otras dos centrales comenzaron a unificarse detrás de las conquistas obtenidas: estatuto del peón rural —un golpe simbólico en el corazón de la Argentina oligárquica—, vacaciones pagas, aguinaldo, jubilaciones, estatutos, tribunales de trabajo. Derechos estructurales, no parches coyunturales. Y esas conquistas, tan impensadas hasta entonces, encendieron la reacción de los sectores patronales y dividieron aguas en el interior de las Fuerzas Armadas.
En esas semanas de 1945, el clima político era un hervidero. El 5 de septiembre, sindicatos poderosos como La Fraternidad, la Unión Obrera Textil y el del Calzado —dirigidos por socialistas— se retiraron de la CGT, acusando a la central de respaldar la candidatura de Perón. La CGT intentaba mantener una neutralidad imposible, pero los hechos la arrastraban hacia definiciones. El 19 de septiembre ocurrió un episodio crucial: la Marcha por la Constitución y la Libertad, un acto multitudinario convocado por las centrales patronales, con apoyo de la Sociedad Rural, la prensa y la clase media urbana. Allí se pidió la renuncia de Perón y que el gobierno quedara bajo la tutela de la Corte Suprema. Para la dirigencia sindical fue un dilema existencial: ¿cómo defender las conquistas sin aparecer subordinados a Perón?
La base obrera tenía menos dudas que las cúpulas. El 9 de octubre, setenta dirigentes sindicales que apoyaban a Perón se reunieron en el campo de deportes del gremio cervecero. Decidieron pedirle una reunión, y Perón los recibió en su casa. Nadie sospechaba entonces que estaban a días de un punto de no retorno. Organizaron un acto de despedida: en apenas cinco horas juntaron unas setenta mil personas en un mitin tumultuoso, donde Perón habló a los obreros y al país entero por Cadena Nacional. Fue un discurso radicalizado, abiertamente obrero. Esa voz encendida en la víspera fue el preludio del estallido popular que vendría.
El decreto del 2 de octubre se inscribía en esa trama. Su importancia no residía solo en la técnica legal, sino en lo que significaba políticamente: los sindicatos dejaban de ser asociaciones privadas toleradas y se convertían en instituciones con funciones públicas. El artículo 33 consagraba la figura del delegado con estabilidad reforzada, encargado de “contribuir a la vigilancia” del cumplimiento de la ley laboral. Esa cláusula aparentemente modesta abrió la puerta a la capilaridad sindical: delegados en cada fábrica, comisiones internas, cuerpos de delegados, parlamentos obreros de base. Allí nacía la fuerza real del sindicalismo argentino.
En paralelo, los sindicatos asumieron funciones sociales: hoteles en las sierras y el mar, colonias de vacaciones, sanatorios y policlínicos, escuelas y centros culturales. La obra social sindical, sistematizada luego por la Ley 18.610, se volvió parte de la seguridad social argentina. La fórmula justicialista de “organizaciones libres del pueblo” adquiría densidad: los gremios no eran apéndices estatales o gubernamentales ni simples grupos de presión, sino actores de la Comunidad Organizada.
El internacionalismo fue otro rasgo poco común. Con la figura de los agregados obreros —creados por la Ley 12.591— la diplomacia sindical se incorporó a la política exterior, abriendo lazos con el sindicalismo latinoamericano independiente de Washington y Moscú. Y con la ATLAS (Asociación de Trabajadores Latinoamericanos Sindicalistas), la Argentina ensayó una centralidad obrera continental de “tercera posición” y la integracion de los pueblos.
No es casual que Perón, en sus discursos, subrayara la unidad como valor supremo. Una de sus frases más recordadas lo resume con claridad en su discurso del dia del trabajador: “Por eso compañeros, es necesario afirmar los sindicatos; es necesario apuntalar la C.G.T; es menester que todos los trabajadores de la Patria, en este inmenso movimiento sindical, terminen por establecer que en esta tierra los trabajadores son uno para todos y todos para uno. Y así unidos los sindicatos y el pueblo argentino, custodiaran y defenderán en el futuro sus reivindicaciones, y será el pueblo y los trabajadores, marchando del brazo por la ancha calle de la historia, quienes escribirán el último capítulo justicialista de esta querida Patria argentina”.
La resistencia posterior al golpe de 1955 probó la fortaleza del modelo. Intervenciones, persecuciones, proscripciones: nada pudo eliminar del todo esa institucionalidad. El sindicalismo sobrevivió gracias a su tejido en el lugar de trabajo, al delegado que garantizaba la continuidad aun sin paritarias formales, a la caja solidaria y al asesoramiento legal. La “Resistencia” no fue un mito literario, sino una práctica diaria de institucionalidad soterrada.
El modelo atravesó dictaduras y reformas. El Onganiato con el Decreto 969/66, la dictadura de 1976 con la Ley 22.105/79, y más tarde la transición democrática con el Proyecto Mucci de 1984, que buscó liberalizar sin éxito. Finalmente, la Ley 23.551/88 consolidó el sistema: personería para el más representativo, garantías para asociaciones inscriptas, y una combinación entre libertad sindical y eficacia negociadora.
La Corte Suprema, en fallos como ATE (2008), Rossi (2009) y ADEMUS (2013), amplió derechos para asociaciones inscriptas sin destruir la lógica de la personería y por ende el Modelo Sindical. La doctrina resultante es matizada: hay que compatibilizar unicidad promocionada con libertad sindical protegida.
En paralelo, el sindicalismo argentino alcanzó una capacidad normativa inédita. Los convenios colectivos, al ser homologados, adquirieron fuerza obligatoria para todos los trabajadores y empleadores de la actividad, convirtiéndose en verdaderas leyes profesionales. Esta dinámica consolidó a los gremios como actores capaces de generar reglas de alcance general, más allá de la negociación puntual, y demostró que el derecho laboral se construye tanto desde el Estado como desde la organización colectiva de los trabajadores.
Hoy, ochenta años después, el modelo enfrenta nuevos desafíos. La economía de plataformas, la tercerización y el trabajo a demanda tensan los bordes del derecho laboral clásico. La paradoja del repartidor “independiente” pero vigilado por algoritmos plantea dilemas de representación. La solución no puede ser la “uberización” sin red, sino la actualización del modelo: crear ramas digitales, establecer pisos de derechos y reconocer a los dueños de las plataformas como verdaderos empleadores.
La historia enseña que el sindicalismo argentino no fue un accidente. Fue una construcción deliberada, con aciertos y errores, que dio ciudadanía social a millones de trabajadores. La promesa que aún late es sencilla y poderosa: que cada argentino pueda producir lo que consume, con trabajo digno y seguridad social efectiva. No se trata de nostalgia, sino de brújula para un presente en crisis. El Estado no es neutral: interviene siempre, o a favor del poderoso o a favor de la justicia social.
Y como advertía Perón en los años cincuenta, ni el capitalismo sin sindicatos ni el estatismo sin libertad sirven al pueblo. Lo que sirve es una comunidad organizada donde gobierno, sindicatos y pueblo marchen juntos, de forma concurrente para volver a la senda de una Patria Justa, Libre y Soberana. Quizá por eso, cuando se cumplen ochenta años del Decreto-Ley 23.852/45, convenga no olvidar aquella consigna: “el gremio unido, jamás será vencido”.