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Los apuntes de Carlos Del Frade sobre el día de la patria: “La independencia que todavía no es”

El Congreso de los Pueblos Libres celebrado en Arroyo de la China, la actual ciudad de Concepción del Uruguay en la provincia de Entre Ríos, declaró la independencia el 29 de junio de 1815, según sostienen historiadoras e historiadores.

Era la lógica consecuencia de un movimiento político y social de masas, el artiguismo, contrario a los intereses de Buenos Aires.

Esa concepción de la historia no fue la enseñada en las escuelas.

La lectura oficial arranca desde el congreso convocado por Buenos Aires nada menos que el 24 de marzo de 186 en la provincia de Tucumán.

El 9 de julio consagró, para esa historia contada e impuesta la centralidad de la ciudad puerto, la independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica solamente de España.

“Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en congreso general, invocando al Eterno que preside el universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos: declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli. Quedan en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo publican, declaran y ratifican comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, baxo el seguro y garantía de sus vidas haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda para su publicación. Y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración”, decía aquella declaración del 9 de julio.

Dos cosas para destacar: Provincias Unidas en Sudamérica, origen y destino de Patria Grande. No hay posibilidad de liberación sin los pueblos del continente, sin sus pueblos originarios que encarnaron las banderas emancipadoras en los ejércitos de Bolívar, San Martín, Artigas, Güemes, Juana Azurduy y Andresito Guacurarí.

Y la segunda, remar contra la corriente del poder hegemónico. En aquel momento, Carlos María de Alvear había ofrecido estos arrabales del mundo a Inglaterra, primero y después a Portugal y España. Vendía la sangre derramada en praderas, barrancas y montañas.

Sin embargo, aquellos congresales decidieron la independencia. Inventar un país desde lo propio y a pesar de los factores externos que amenazaban el sueño colectivo inconcluso de la igualdad.

Aquella declaración era solamente de España.

Nada más que eso.

Para colmo con ningún diputado de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Córdoba que ya habían declarado la independencia un año antes en Arroyo de la China, la actual Concepción del Uruguay, el 29 de junio de 1815, cuando formábamos parte del gran proyecto político que fue la Liga de los Pueblos Libres liderado por José Gervasio Artigas.

Recién el 19 de julio de 1816, después de una sesión secreta, el texto agregó que nos hacíamos independientes de cualquier nación de la Tierra. Una sugerencia del diputado de Buenos Aires, Pedro Medrano.

Había una idea fundamental: la independencia debía ser la continuidad de aquel sueño de 165 locos que el 25 de mayo de 1810 habían decidido inventar un país, una nueva nación sobre la faz de la Tierra, como diría Vicente López Planes en la letra del himno que jamás cantamos.

Pero el proyecto político de la revolución de mayo estaba en el llamado Plan de Operaciones escrito por Mariano Moreno: independencia con igualdad. El gran objetivo de tipos como Belgrano, San Martín, Güemes, Artigas, Monteagudo, Castelli, Juana Azurduy y el mismísimo primer desaparecido de la historia política, el ya mencionado Moreno.

Porque para vivir con gloria hay que poner en el trono de la vida cotidiana a la noble igualdad.

Para la historiadora Hilda Sábato, el 9 de julio de 1816 los representantes de trece de las Provincias Unidas de Sud América que participaban del Congreso reunido en Tucumán, votaron por unanimidad “que las provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España”.

“Los argentinos hemos consagrado esa fecha como la de la “independencia nacional”, aunque el acta no hable de la Argentina, los firmantes incluyan a diputados de provincias que luego formarían parte de Bolivia, y no figure ningún representante del Litoral, por entonces integrado a los Pueblos Libres liderados por Artigas. Es que la palabra “nación” en el acta de independencia hace referencia a un conjunto inestable de provincias que habían surgido del desmembramiento del Virreinato del Río de la Plata y que aspiraban a organizarse como comunidad política pero cuyos límites, características y forma de gobierno eran materia de agudos conflictos”, sostiene Sábato.

“Al mismo tiempo, la derrota de Napoleón había abierto las puertas a la restauración monárquica y absolutista en Europa, al regreso de Fernando VII al trono español y a la exitosa ofensiva de sus tropas contra la América rebelde. En ese clima, tras proclamar la independencia, el Congreso buscó consolidar la unión. Y para ello dio por terminada la etapa revolucionaria, con su carga de convulsión social y fermento político, e imprimió una dirección conservadora a la gestión de gobierno. Esa voluntad era explícita: frente a los peligros de disolución y anarquía, el cuerpo decretó “Fin a la revolución, principio al orden” (1/8/1816). 

“Así, la independencia a la vez culminó y clausuró la etapa de cambios inaugurada por la revolución de mayo. También, pero eso no lo sabían sus autores, fue vista más tarde como comienzo: el de una nación, la Argentina, que reivindicó ese acto como fundacional”, termina diciendo Hilda Sábato.

El presidente del Congreso de Tucumán, Francisco de Narciso de Laprida, fue asesinado. Un maravilloso poema de Borges lo rememora.

En ese epílogo violento de Laprida, se sintetiza la suerte de muchos de aquellos 29 que declararon la independencia el martes 9 de julio de 1816.

Después de la batalla de Cepeda, del primero de febrero de 1820, los congresales fueron encarcelados durante tres meses.

Es difícil encontrar vestigios de esos días. 

No parece haber registro de las vivencias de aquellos diputados.

Los decidores de la emancipación permanecieron presos y muchos de ellos acabarían como Laprida.

De aquellos 29 congresales que declararon la independencia, dieciocho sufrieron exilios, torturas, expulsiones, censuras y arrestos varios. Solamente once pudieron seguir con una vida más o menos normal.

Tres de ellos fueron asesinados, Laprida, José Severo Malabia y Juan Agustín Maza y Díaz Gallo fue torturado con saña y alevosía.

Uriarte, sacerdote, fue uno de los que sufrieron cárcel y estuvo arrestado varias veces, promovió el reparto de tierras.

Unitarios y federales, fueron los nombres políticos que se le dieron a estos representantes, expresiones individuales de los intereses en pugna en aquella Argentina naciente que, como decía uno de los documentos del Congreso, daba fin a la revolución y principio al orden.

Quizás la ferocidad de ese “orden” devoró aquellas vidas particulares que, en su momento, encarnaron el sueño colectivo de la independencia.

Cuando Sarratea manda encarcelar a la mayoría de los congresales, había personas de gran relieve político.

Entre los congresales perseguidos estaba Juan José Paso, secretario del primer gobierno revolucionario, cuando las ideas de su amigo Mariano Moreno parecían encaminadas a triunfar y modificar la realidad de todo el continente que desconocían.

Después de esos misteriosos días de prisión, el morenista Juan José Paso, quien fuera el lector de la Declaración de la Independencia, sería uno de los redactores de la Constitución de 1826, de matriz unitaria, patronal y probritánica y que desencadenaría las luchas civiles argentinas durante muchas décadas.

A pesar de eso, Paso, después de 1827 no volvió a figurar en funciones públicas, pero apoyó los gobiernos federales de Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas de quien fue asesor.

En relación a la llamada constitución de 1819, el historiador y polítco, Jorge Abelardo Ramos, señaló que “la Santa Alianza levantó la cabeza con la caída de Napoleón: la restauración de Fernando VII señaló el triunfo de la España negra. La desarticulación producida en América Latina por las fuerzas centrífugas regionales ante la crisis del proceso revolucionario en España, hacia de la declaración de la Independencia un acto trágico e inevitable. Pero ni la Asamblea del año XIII ni el Congreso de 1816 habían resuelto el problema cardinal. Este era, como hemos señalado, la cuestión del puerto, de la Aduana y del crédito público. Después de tres años de tumultuosas sesiones, durante las cuales se entrechocaron tenazmente los intereses regionales irreconciliables, el Congreso reunido en Tucumán decidió trasladarse a la ciudad porteña. Esta medida obedecía al propósito de los ganaderos bonaerenses y de la burguesía comercial porteña de obtener una influencia decisiva en sus resoluciones. Se trataba de marcar con el sello de sus privilegios el espíritu y la letra de la futura Constitución.

“Durante nueve meses discutióse agriamente el texto que debía organizar la vida argentina. La Constitución del año 1819 fue el factor desencadenante de la crisis del año 20, que ya germinaba desde la caída de (Mariano) Moreno. El librecambismo ruinoso de los porteños, la política centralista que los rivadavianos llamarían “unitaria”, y la posesión de las rentas en manos de Buenos Aires, habían convertido la primera década post-revolucionaria en el prólogo de la guerra civil. La Constitución de 1819 le confirió un carácter oficial”, escribió el colorado Ramos.

“La Argentina, sin embargo, no se hizo así. La Argentina que celebró el Borges político (que era muy inferior al Borges poeta) aniquiló a la barbarie, a los otros, aniquiló la diferencia y constituyó el país desde la visión de las clases cultas. La diferencia (la barbarie) se obstinaría en reaparecer: con los inmigrantes, con los anarquistas, con el populismo de Yrigoyen y el populismo de Perón, que era para Borges la cifra absoluta de la barbarie. Hubiera sido fascinante tenerlo a Borges vivo durante la gestión del peronismo neoliberal de los noventa. Se hubiera deleitado con el espectáculo de la barbarie enterrando a la barbarie. Tampoco en esto tuvimos suerte: el cuadro sorprendente del partido de la barbarie llevando a cabo los objetivos últimos de los hombres de libros y cánones mereció los agradecidos balbuceos del ingeniero Alsogaray, no el ingenio despiadado de Borges”, terminaba diciendo una profunda y hermosa nota de José Pablo Feinmann en torno al poema de Borges que imagina el monólogo final del presidente del congreso de Tucumán, Francisco Narciso Laprida.

“La historia es una continuidad. En realidad cada generación de argentinos produce un nuevo intento de independencia. La historia no está acabada porque la independencia no está alcanzada. De allí que sea fundamental recuperar la memoria no solamente desde el lugar de lo que nos hicieron, sino también de los proyectos colectivos que fuimos capaces de lograr. Porque esa es una forma de sentirnos e identificarnos. Nuestros abuelos no pelearon en Vilcapugio, pero durante todo el siglo veinte fueron protagonistas de peleas permanentes por una vida mejor y eso es lo que forma nuestra identidad. Porque la salud, la humanidad de una persona, no solamente pasa por la autoconservación biológica, sino por la autopreservación de la identidad. Hace poco leí una experiencia que me impactó. Un grupo de gatos fue encerrado en una jaula. Algunos de ellos naturalizaron el encierro. Se acostumbraron a la falta de libertad. Y fueron los que primero se murieron. El otro grupo de gatos buscaba desesperadamente la salida. Sufrieron estrés, dormían menos, comían menos, tuvieron gastritis, pero vivieron. De eso se trata, de saber que cada nueva generación en la Argentina pelea por la independencia”, sostuvo en diálogo con el autor de estas líneas.

“Cada generación de argentinos produce un nuevo intento de independencia”, repito la frase de Bleichmar.

La tarea pendiente para este 9 de julio quizás sea asumir que la independencia todavía no es y que nosotros debemos ser protagonistas y no espectadores consumidores consumidos para realizarla.

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