“Abrazando la angustia desde la búsqueda de autenticidad”
Por Lisandro Prieto Femenía
“El individuo auténtico es consciente de que su tiempo es limitado
y se esfuerza por vivir de manera significativa,
asumiendo la responsabilidad de su propia existencia”.
M. Heidegger, “Ser y tiempo”.
En nuestro último artículo titulado “Discerniendo la crucial diferencia existencial entre angustia y frustración” nos enfocamos en la diferencia conceptual de “angustia” de “frustración”, indicando a grandes rasgos que la angustia se refiere más bien a un sentimiento preponderantemente de ansiedad que surge cuando nos enfrentamos a la incertidumbre propia del sentido (o de la falta de sentido) ante la certeza de la finitud y la reflexión (si es que se da) sobre nuestra existencia en el mundo en calidad de proyecto arrojado a un mar de posibilidades cuya única total imposibilidad que anula toda posibilidad es la muerte. Por su parte, habíamos identificado la frustración como la experiencia o emoción propia de la insatisfacción de una necesidad concreta mediante la irrupción de obstáculos o inconvenientes circunstanciales que pueden ser internos o externos al sujeto.
Ahora bien, mientras que la frustración se vincula específicamente a la satisfacción de una necesidad específica, la angustia se caracteriza por una experiencia emocional muchísimo más amplia en cuanto que el problema radica en el sentido que le estamos dando a nuestra existencia. Pero, ¿por qué diferenciarlas? ¿Qué sentido tiene hacer la aclaración pertinente? Consideramos que distinguirlas es crucial en tanto que su confusión nos lleva a tomar decisiones concretas para enfrentarlas (y en muchos casos, erróneamente, intentar “curarlas”). En ese sentido, es necesario indicar que cuando se sufre, cualquiera de las dos expresiones anímicas indicadas, siempre es recomendable asistir a un profesional de la salud correspondiente para que nos brinde su juicio calificado al respecto. Lo que sí debemos tener claro, al menos desde un punto de vista filosófico, es que la angustia por sí misma no es una enfermedad que amerite un tratamiento farmacológico, sino más bien una condición propia del ser humano que merece ser reflexionada, enfrentada y acompañada para no tener consecuencias posteriormente perjudiciales en nuestro sentir y accionar.
Como experiencia fundamental de todo ser humano, la angustia no se trata de una patología tratable con pastillas, sino que es recomendable sobrellevarla y gestionarla, en otras palabras, convivir con ella aceptándola e incluso abrazándola de manera reflexiva en cuanto representa un signo claro de autenticidad en nuestra vida, o, como diría Kierkegaard, “no puede ser eliminada, pero puede ser conquistada, y la conquista de la angustia es la autenticidad”. Ahora bien, nos podríamos tranquilamente preguntar ¿para qué quiero tener una “vida auténtica”? Evidentemente, no se trata de un tema de agenda global este asunto, pero la fuente de muchos problemas en las conductas individuales y colectivas en todo el mundo es justamente el abandono voluntario a la posibilidad de pensarnos desde la autenticidad como modo de vida fiel a uno mismo, a nuestros principios y valores, que nos posiciona de una manera concreta frente al maremoto que representa la existencia y sus aluviones de posibilidades (e imposibilidades).
Enfrentar la angustia mediante la autenticidad es, básicamente, ser conscientes y responsables de las decisiones que tomamos libremente a diario, haciéndonos cargo completamente de nuestras elecciones y soportando con entereza las consecuencias que implican las mismas. Es un modo de vida que demanda una enorme honestidad intelectual y moral, que pone en jaque la ficción publicitaria del slogan “vivo según mis reglas”, cuando en realidad, generalmente, vivimos según los modelos de existencias impuestos por el adictivo mercado del consumo masivo de bienes y servicios.
En contraposición a la falsa ilusión de libertad, confundida con capacidad de compra, podemos sugerir que la angustia podría ser mitigada por medio de la reflexión filosófica, tal como lo indica Montaigne, quien aseveraba que mientras pensamos en nuestras experiencia vitales propias y ajenas, construimos cierta perspectiva comprensiva de la existencia que nos permite sobrellevar el sentimiento de la angustia de mejor manera. Según el pensador francés, estamos lidiando con una emoción totalmente natural que se produce básicamente por el miedo a la muerte y la consecuente incertidumbre en el futuro que, lejos de ser una emoción negativa que hay que reprimir, esquivar o disfrazar, es preferible abrazarla aceptándola como condición vital.
Está claro que el rol que juega la reflexión sobre la temporalidad, en este sentido, es crucial justamente porque es en el tiempo que vivimos cómo proyectamos y damos sentido a nuestro transcurrir existencial. Siendo nosotros los únicos seres que, sabiendo que vamos a morir, vivimos y pensamos en nuestro ser y nuestra temporalidad (o sea, hacemos filosofía), es comprensible que propendamos a encontrar (o construir) sentido, significado y consuelo a una existencia que de antemano nos avisa sobre su caducidad. Ante ello, Montaigne nos indica que si bien la vida es incierta, y nunca podemos estar seguros de lo que el futuro nos depara, la angustia y el miedo a lo desconocido pueden ser una fuente de inspiración y motivación si decidimos aceptarlas como una parte natural de la vida, en cuanto que podemos aprender a vivir con ellas y encontrar la felicidad en el momento presente. Pero, ¿cómo? Pues bien, continúa el francés, si optamos por enseñar a nuestros hijos a reflexionar sobre la naturaleza de la vida y la muerte, y a adoptar una perspectiva filosófica más amplia, podemos ayudarles a encontrar consuelo y significado en medio de las angustias y tribulaciones propias de nuestra existencia finita.
En consecuencia, la reflexión y la aceptación habilitan el espacio necesario para una comprensión más profunda de nosotros mismos y de nuestro mundo, lo que asimismo nos podría proveer de mayor claridad de juicio en torno a nuestros valores y objetivos, y una adecuada capacidad para vivir en consonancia con ellos. Todo esto apunta específicamente a un modo de vida que abraza cierta fidelidad hacia uno mismo en un proceso de búsqueda de autenticidad, que no sería otra cosa más que la aceptación gallarda y coherente de nuestros tropiezos como parte inherente de nuestra existencia. No se trata de simple autoayuda conteniendo un abanico de consejos vacíos, sino de una práctica vital que parte de la toma de conciencia de nuestra propia finitud, a la cual, si bien no podemos evitar, podemos enfrentar auténticamente siendo explícitamente responsables de nuestra propia vida mediante un esfuerzo permanente de búsqueda de comprensión (su contrario, vivir in-comprensivamente, o en estado esquivo invariablemente, no hace otra cosa que disfrazar lo inevitable con las sedas de lo innecesario y lo banal).
¿Notan, estimados lectores, la gran diferencia que existe entre la concepción filosófica de la angustia y la demostración de frustración permanente, disfrazada de estrés, que tanto nos agobia sin que sepamos por qué? Pues bien, y para concluir, es preciso considerar que el eje del asunto previamente tratado no deja de ser la libertad como modo de vida auténtica, que no es otra cosa que evitar dejarse arrastrar por la trivialidad, la superficialidad y las indicaciones direccionadas hacia las masas. Convivir filosóficamente con la angustia conlleva inexorablemente al pensamiento crítico y al cuestionamiento permanente de las expectativas ficticias impuestas por una sociedad de consumo a la cual no le resulta para nada conveniente nutrirse de seres humanos que busquen su propia voz, su juicio, su criterio (que duden, básicamente) y que se hagan cabalmente responsables (sin lamentables victimismos) de su propio existir.
“¡Quiero comprender!” es un grito silenciado de manera totalmente intencional, justamente porque la autenticidad sólo puede darse en la comprensión de nuestra condición finita ante la mortalidad imposible de eludir y la patencia total de la sensación permanente de que la temporalidad es un tesoro cuyo desperdicio implica, sin duda alguna, un crimen existencial y de sentido que opaca y nubla nuestra vista ante el vasto mar de posibilidades que nos perdemos por estar pretendidamente conectados a una simulación que, en el fondo, nos desconecta de la realidad que realmente vale la pena vivir (mientras dure).